Alegoría al Bicentenario

Alegoría al Bicentenario
Alegoria al Bicentenario: Grito de la libertad
"De medico y loco, todos tenemos un poco" Tal vez, de artista también. Al menos hoy en día, cuando es tan fácil acceder a cursos, materiales, etc. Y la verdad, dando una vueltita por las paginas de nuestros diarios, encontramos siempre alguna propuesta para visitar galerías, exposiciones individuales, colectivas, y nombres nuevos que surgen. Algunos quedan, otros desaparecen. Hace casi 20 años que me dedico a la pintura al oleo. Participe de algunas exposiciones, hice una individual, hace dos años, y bueno, ahora me decidí a entrar a ese mundo fascinante de los "bloggers". Mis motivos favoritos son los caballos y los paisajes, tanto del Paraguay, como también de otros lugares. De a poquito compartiré con ustedes mis obras. Siempre trato de que mis cuadros cuenten alguna historia, o sea, que no sean meramente decorativos.Quiero darle al espectador la posibilidad de adentrarse en un paisaje, sentir el sol caliente nuestro que se refleja en caminos arenosos,la sombra refrescante que brinda un viejo árbol al costado de un sendero en un campo abierto. Así que, : BIENVENIDOS A MI MUNDO

viernes, 18 de abril de 2014

Y conmigo la guardare….

                La lluvia cae sobre San Juan Bautista de las Misiones. Ya hace días.  Los relámpagos parten en dos los cielos que luego vuelven a juntarse en monumentales truenos. Hoy es martes y debo ir, llueva o no, a gestionar algo en la ANDE. Las calles están prácticamente vacías. Son casi las ocho de la mañana. Dejo a mi hijo en el colegio y sigo. En algún momento vi las oficinas de nuestra administración nacional de electricidad; en algún lugar. Recuerdo vagamente haberlas visto, instaladas como provisoriamente en una de esas casas centenarias de las cuales hay muchas por aquí. Pero la lluvia, con sus velos blancos y  húmedos, transforma el panorama de las calles. No reconozco el lugar  y mi mala memoria me hace conducir en círculos.  Al final paro en una estación de servicio.
                “¿La ANDE?”, pregunto al chico que está resguardándose de la lluvia por debajo del alerón que cubre la entrada a la oficina. “Acá a la vuelta señora”, me dice, visiblemente aliviado de que no quiero cargar combustible. Le agradezco y giro a la derecha. Por suerte esa calle es de sentido doble. Pero ni a la vuelta, ni a una cuadra, ni a la siguiente encuentro algo que podría ser una oficina.
                La puerta de una de las casas está abierta. Una pareja de mediana edad está tomando mate. Acerco el auto al cordón de la vereda. No me tomo la molestia de bajar, tan solo la ventanilla del lado del acompañante y pregunto a gritos, tratando de superar el ruido de la lluvia, por las oficinas de la susodicha ANDE. De inmediato me avergüenzo de haberme quedado en el auto sentada, porque el buen hombre, mate en mano, sale a la intemperie y me señala el camino, me da la dirección exacta. Amabilidad sanjuanina. Bueno, en la próxima me bajaré del auto pienso, pongo la marcha en D y allá voy. Son once cuadras en dirección a mi casa. De allí vine y estoy segura que ya había pasado dos o tres veces por esa misma cuadra.
                Llego felizmente a destino. Hay varios vehículos frente a la oficina de la ANDE, al lado de la Parroquia María Auxiliadora. Debo estacionar a unos cuantos metros y me toca a mi salir a la lluvia. Ignoro el paraguas que mi hijo dejo en el asiento trasero. Con tal, las alpargatas se mojarían igual. No son precisamente el calzado ideal para días de lluvia.
                En la oficina hay tres personas. Una pareja, frente a frente. Ella, vestida de uniforme, el, cebando un mate. Amablemente responden a mi saludo sin dejarse de vista ni un solo instante. ¿Un romance que empieza o un amor que termina? No es posible descifrarlo en ese instante, pero algo hay; algo así como esos relámpagos allá afuera. Estáticamente cargados.
                La colega de la mujer estática, también saboreando un mate, pero a solas, me atiende cortésmente y mi diligencia acaba tan pronto como empezó. Ya está. La próxima vez, la facture me la llevaran a la casa que estamos alquilando. Fue apuntado  en un papelito, con un lápiz de papel. Nada de computadoras, nada de sistemas. Así de simple.
                Vuelvo a la calle, vuelvo al auto. Sigue la lluvia. Una chica cruza corriendo hacia la otra vereda y una moto la baña con un chapuzón que levantan las ruedas. Pero poco le importa; el agua que baja desde arriba, si bien esta más limpia, igual moja.
                Cuando llego a casa, o mejor dicho, al portón del patio de casa, una nube parece haberse dado cuenta de mi situación y pícaramente abre sus pórticos, inundando todo a chorros. De arriba agua, y para bajar del coche, a cruzar raudales. Tengo los pies helados. Definitivamente las alpargatas están hechas para tiempo seco.
                El día siguiente amanece con una tenue llovizna y un cielo gris. Tan gris que ni remotamente recuerdo como es un cielo azul. La única faceta positive de todo eso es el silencio de los vecinos, o mejor dicho, el silencio de sus espantosos equipos de sonido. Y el transportista del frente a lo mejor duerme. Porque el equipo de su furgón no depende de un enchufe. Gracias a Dios los demás temen las descargas eléctricas y desenchufan todo.  A eso de las once de la mañana, un pedazo de cielo azul aparece entre los nubarrones. Mi abuela solía decir, que si cuando el pedazo de cielo azul que aparece después de unos días de lluvia es lo grande suficiente para meter la cabeza, acampa. Ese pedazo ahí es tan grande que entraría fácilmente la cabeza de un elefante. Así que por fin va a parar de llover.
                El sol sale con cierta timidez. Pero es una timidez fingida. Fingida como el “no gracias “de las chicas al invitarlas a comer un pastel; porque están a dieta. Así como ellas devoran pastel y torta al saberse solas, así quema el sol en pocos instantes. Como si nunca hubiera habido cielo gris. Despiertan algunas aves y cantan; pero también despierta la gente de su letargo y enchufa las radios, enchufa los equipos de sonido…. Y chau silencio.
                Salgo a caminar. A dar una vuelta. No tengo ganas de cocinar. Es cerca del medio día pero nadie parece darse cuenta. Todos retoman sus trabajos. Martillea el herrero sus varillas, atornilla el mecánico las tuercas y la almacenera atiende a los chicos que sobre la hora van a comprar una porción de carne, tres huevos, dos tomates y un cuarto de galletas.
                Sigo caminando, tomo la siguiente cuadra. La lluvia aquí se volvió torrente, llevando consigo todo lo que encontró en su camino. Limpias están las calles de San Juan; las calles. La basura estará atascada en algún alcantarillado, transformando el entorno en una laguna. Allí donde ese torrente de agua sucia tuvo que desviar un montículo de escombros, la veo. Es una tuerca. Una tuerca vieja, herrumbrada. Pero se quedo encima; se negó al torrente que la iba empujando hacia el basural, hacia el final de la nada. Es una tuerca hermosa. Lleva incrustada en su centro redondo un canto rodado blanco. La incrustó la fuerza del agua; esa fuerza constante que pule, arrastra, empuja y con la arena lija. Pulida está la superficie del canto rodado que en su último instante de humedad, resplandece como una perla preciosa.
 Me agacho y la levanto. Levanto esa tuerca y la observo de cerca. Parece una joya. Una joya rara, única. La meto en el bolsillo de mi pantalón Pampero. La llevaré a casa, y conmigo la guardare…….

Janina Bradler

viernes, 27 de diciembre de 2013

Caapucú

Caapucú
Contemplaciones primeras

            Campos abiertos, no tan abiertos. Dando un giro de 360 grados, hay cordilleras boscosas que sobraron de algún cataclismo de hace millones de años. Entre escasos 50 cm de tierra, los arboles hacen malabarismos con sus raíces, aferrándose a la mas ínfima grieta, elevando sus ramas torcidas por el eterno viento del norte. En ellas habitan los cuervos, las garzas y las cigüeñas y muchas otras aves acuíferas que visitan los esteros en los meses primaverales cuando parvas lluvias transforman el polvo en señeros lodazales. Cuando cesan los aguaceros, ellos se van y quedan los cuervos, eternos vigilantes de los animales moribundos o indefensas reses recién nacidas con sus debilitadas madres; siempre están al acecho, feos como la muerte que a picotazo limpio reparten.
            Al atardecer cuando ya el sol desaparece detrás de la arboleda lejana, teñida de añil pastel, el pastizal del campo toma un color ocre-dorado. Las palmeras mecen sus largas hojas en el viento con destellos plateados y los caminos arenosos, blancos, rosados, polvorientos, se pierden en la bruma vespertina. Es una paleta de colores que sacia al alma anhelante de belleza después de una jornada laboriosa cuando el sol cenital chamusca a la gente, a los animales y a las plantas. Bienvenida es entonces la brisa que abanica las gramillas y refresca las sienes del peón que con la última luz del día vuelve, a lomo de su caballo y en compañía de su perro, desde campo adentro.
            Desde el punto de vista geológico, esa región puede que sea de suma importancia, despertando curiosidades, dando lugar a conjeturas marcianas, a debates precámbricos, paleozoicos, mesozoicos y cuanto más haya descubierto y nombrado la ciencia. Pero simplificando todo se puede decir cifrada- y lacónicamente: aquí abundan las piedras y falta el agua. Así de simple. Ah, pero hay quien dice que dicen que agua no falta; dicen que miento. Y hasta quiero creerlo. Al costado del camino, un terraplén que cruza el estero, canales recogen el agua que filtra incesantemente desde las profundidades. Toneladas de piedras ya se trago el estero. Basta que un vehículo pesado se detenga y ya se forman los pozos por donde brota y burbujea el lodo negro, brillante y voraz. Se traga la tierra seca, se traga las piedras y se tragaría a todo lo que se quede el tiempo suficiente para poder devorarlo.
            ¿Agua? Ah. Sí, hay agua. Me olvide.
 Hay agua de estero que se reduce a un limo de olor repugnante en época de sequía. Hay agua con sabor a mar; encerrado hace miles de años entre capas precámbricas. Agua amarga y salada. Hay agua cristalina que emana en caudales retrecheros de algún pozo artesiano de cientos de metros, con sabor a hierro, saborizada con azufre como si brotara directamente del Hades de la antigua Grecia. Y el ser humano se agacha, ahueca las manos para recibir en ellas aquel preciado licor que da vida y Mephisto trisca los brazos con su risa diabólica ahuyentando con un zangoloteo del rabo a la nubecilla tímida que intentó redimir con su tenue llovizna la desilusión humana.
 Desde las profundidades  del tajamar, cubierto de camalotes, emerge la cabeza de un yacaré, declarando suyo el agua que celosamente habita con su prole.
Hay agua, pero agua, agua no hay.
            A la madrugada, antes que el viento se levanta, resuenan los coros de los Carayás desde los montecillos. Los machos de las distintas hordas que habitan las isletas, compiten por la merced de las hembras y por su propia valía. Ante sus voces que crecen y amainan en un ritmo parejo, empalidecen los mejores tenores del mundo. Dicen que, cuando cantan los monos se avecina un temporal. Pero creo que no lo saben los monos, y tampoco lo sabe el temporal.
            Cuando despierta el viento, se callan los monos. Entre las ráfagas que despeinan las gramillas van como perdidos los mugidos de las vacas y el balido de la majada. Ellos sí desentonan. Algunas desafinan  como una soprano anciana que trata de reavivar sus días de gloria en algún palco que ya no existe.
            Los perros, la cola en alto, trotan expectantes detrás de los vaqueros. En el campo abierto encontrarán perdices, gallinetas y roedores. El día promete. El viento trae fragancias lejanas. Cosquillea en las narices. Estornudan los caballos, estornudan los perros. Puede que uno de ellos al atardecer no vuelva. Puede que haya sido víctima de una yarará. Puede ser cualquiera de ellos; uno de los canes, un peón o un caballo. La Parca, con sus manos escuálidas, echa la suerte todos los días en esos lugares recónditos. Pero la Parca pierde, en la mayoría de los casos.

Janina Bradler

sábado, 28 de septiembre de 2013

Karaí Octubre

Y el viento me hablaba…..

            Esta mañana el cielo amaneció nublado. Una brisa fría del Este juguetea con las hojas de los árboles y penetra entre las rendijas de ventanas y puertas. Asomo la nariz por la puerta entreabierta y la vuelvo a cerrar. Nada agradable. Preparo el mate. No me estira hacer mi caminata hoy. Me envuelvo en mi poncho y mate en mano, salgo a la terraza. ¿Por qué siempre ese viento incómodo? pienso, lanzándole una mirada indignada al polvo y las hojas secas que cubren el piso de layotas coloniales. Un remolino agarra mi poncho que se me lía por el brazo y casi se me cae el mate al suelo.
            -Carámba- digo. -¿No puedes dejar de soplar, viento loco?- Escucho algo así como una risa burlona, un silbido que desaparece por la esquina de la casa. Es el viento.
            -¿Cómo?- pregunto. -¿Acaso me escuchas? Entonces, puedes parar de soplar. Estás insoportable. Me llenas la casa de polvo, hoy estás frío y no sirves para nada.- La repuesta a mi indignación es una ventolera que casi parece disfrutar de mi enojo. De pronto, el viento se calma.
            -¿No vas a salir hoy?- pregunta, jugando suavemente con los flecos de mi poncho que es más bien una ruana, abierta por el frente.
            -¿Salir a caminar?- respondo. –No gracias, con esas ráfagas heladas, ni pensar.-
            -Pero, ayer también caminaste. Ayer también estuve y no me hiciste caso.-
            -Es que ayer había sol-, respondo. El viento resuella como un caballo que está dispuesto a romper en galope. Me causa gracia y me río.
            -Vámonos- dice, estironeándome el poncho. –Hoy te acompaño, o tú me acompañas, como quieras. Pero larga ya este mate por hoy. Se hace tarde y no tengo mucho tiempo.-
            -¿De qué tiempo me hablas?- pregunto, mientras guardo el mate y cambio el poncho por un abrigo con capucha.
            -Ah- me responde el viento. –Noto que no sabes nada acerca de mis obligaciones. Eres igual que todos los demás humanos. O me maldicen o imploran y lloran mi ausencia cuando mi amigo, el sol, les regala calor. Vamos, tengo mucho que contarte y de mostrarte.-
            Cierro la puerta y allá vamos. El viento juega con las hojas, levanta polvo y silba entre las ramas.
            -Vamos por aquí- dice y susurra entre la paja de maíz que cubre los sembrados. Entre marlos y algunas espigas olvidadas, brotan tímidamente los primeros tallos de la soja. Una perdiz se levanta en vuelo, lanzando su peculiar gorjeo de alarma. No la vi, me asusto y mi compañero se ríe en bufidos. Ahora sopla con calma, despeinando suavemente a su paso a un joven eucalipto que le responde con una ráfaga aromática de sus hojas largas, finas y plateadas. El terreno se inclina hacia un arroyito. No se lo ve, solo se escucha el murmullo y chapalateo del agua. En las coronas de los árboles cantan palomas del bosque su monótona melodía y de cuando en cuando se desliza una ratonera entre el denso ramaje del matojo que bordea las plantaciones.
            De pronto el viento aumenta. Entra con brío al matorral y vuelve, tratando de originar remolinos, queriendo levantar la paja de maíz y el pasto seco.
            -Te falta el sol- le digo y agarro una pajita seca que logró levantar al aire, tirándomela en son de juego.
            -Veo que sabes algo de la naturaleza- me dice, despeinándome con picardía. –Es cierto lo que dices. Sin el calor del sol es difícil hacer remolinos. Eso solo lo saben hacer mis hermanos grandes que viven en las aguas del Caribe.-
            -No me hables de esos huracanes- le digo. –Son terribles, hacen mucho daño y se cobran tantas vidas, año tras año.-
            -Nadie le obligó a los humanos a asentarse en esas regiones- es la respuesta lacónica, casi indiferente, de mi camarada del camino y luego agrega: - soy orgulloso de esos hermanos míos. Son majestuosos, casi omnipotentes. Y tengo muchos; muchos hermanos y a la vez, cada uno de nosotros tiene un gemelo. En otros pagos traen lluvia, allá son anticipe de grandes sequías, del frío o del calor.-
            Parece un chico soberbio, altivo. Arranca unas hojas verdes en un arrebato de jactancia, pero enseguida se calma y con voz sandunguera me pregunta si no he notado cierta diferencia desde que salimos.
            -¿Diferencia en qué? – le pregunto. –Está todo igual, el cielo sigue cubierto, tu vas soplando de la misma manera…-  De repente me envuelve un aire más cálido, casi suave. No es aquel viento frío del amanecer. Detengo mi andar para despojarme del abrigo.
            -¿Lo notas ahora? Ya sientes calor, jajaja…. Humanos….. En balde te quejaste hoy a la mañana del viento frío… ¡Pahhh! Pero ya te dije, no sabes nada acerca de mí.-
            Mientras el viento me habla, doblo el abrigo y retomo el caminar. El me rodea en círculos juguetones.
            -¿Sabes porque ahora estoy tibiecito?- me pregunta y sin esperar respuesta, prosigue: - Permíteme que me presente- Casi literalmente veo como hace una reverencia, se quita el sombrero y soltando un soplón, dice: -Soy el Viento Norte, Karaí Octubre como me llaman aquí en Paraguay- -Mucho gusto- respondo. –Pero eso ya lo sabía. Lo que me extraña es que hoy estás, o estabas frío.- -Ha,ha,- se ríe el viento. –Eso es, porque en horas tempranas me acompaña mi hermano del Este. Ahora se fue a descansar. Nosotros, los vientos, obedecemos a leyes milenarias. Como ya te dije, somos muchos hermanos. Aquellos del Caribe por ejemplo…- Lo interrumpo bruscamente. – No me sigas hablando de esas tormentas. Son avasalladoras. No respetan nada, destruyen todo. ¿Qué gracia les causa la destrucción?-
            El viento no me responde. Zarandea los gajos, tuerce arbustos pequeños y se reconcentra como un tigre que está al acecho. Estamos atravesando ahora un bosquecillo de Eucaliptos. De pronto el aire está saturado de sonidos; retumbos, murmullos, silbidos y susurros. Viene de lejos, va aumentando y rompe en un mugido como el de lejanas olas.
            -¡Cierra los ojos!- me grita el viento. -¡Ciérralos y siente el sinfonismo que reina en la naturaleza! Ustedes siempre buscan sinónimos. Aquí tienes uno, soy el sinónimo del agua. ¡Escucha!-  Obedezco y me quedo quieta. Tiene razón. Son olas, olas del mar. Rompientes que se quiebran en las rocas, en la arena de la playa. Se alejan, vuelven, en un ritmo harmonioso.
            -Ahora ven al otro lado del camino. ¿Ves aquel pinar? ¿Quieres escuchar otra de mis melodías?- Le sigo y entro a la penumbra de ese bosque de pinos. El aroma es único; fresco, limpio. Y allá en lo alto el viento comienza su cadencia con un Piano; luego sigue un Andante, terminando en un Fortissimo Crescendo. No suena igual al de los Eucaliptos, no son olas. Es un retumbo continuo como el de una gran cascada de agua. Ininterrumpido, incesante. Me dejo llevar por esos sonidos y el aroma. Hasta me olvido del viento, el artífice de estos instantes maravillosos, y de aquellos hermanos, los huracanes, de los cuales éste Karaí Octubre está tan orgulloso. Pareciera que mi amigo leyó mis pensamientos. Va desciendo y a la par, la melodía del pinar se acalla. Ahora el viento me habla en susurros.
            -Acá, en éstos países del hemisferio sur, voy cargado de calor y aire seco. Por eso me atribuyen muchas cosas.- Da unas cuantas vueltas, aplastando el pajonal que crece en la bajada. - Pero son cuentos de viejas- dice algo indignado, dándole unos puntapiés a un viejo y olvidado sombrero que va a parar al medio de la calle de tierra colorada.
            -Dicen que traigo enfermedades, que las personas enloquecen cuando soplo en noches de luna llena. Es mentira. La gente se enferma porque vive desnaturalizada. Se alimenta mal, ya no soporta las inclemencias del tiempo. Si hace frío, ya no sale y si hace calor, viven a merced de aquellos aparatos que ustedes llaman de aire acondicionado. ¿Acondicionado a qué? Si lo natural siempre fue y será mejor que todo aquello inventado por el hombre. Y con respecto a los dementes; bueno, esas personas no soportan escuchar mis melodías; mis cuentos de tierras lejanas. Por donde paso, recojo misceláneas, anécdotas, versos, historias. Desde miles de años. Solo aquellos que saben escuchar, que saben oír entre susurros, no enloquecen, crecen y maduran.
            Se me hace que mi amigo comienza a polemizar; no estoy del todo de acuerdo con él, pero no digo nada. Al rato, sigue hablando.
            -Cuando te dije que no tenía mucho tiempo, me refería a que en algunas horas debo llegar al sur. ¿Recuerdas los brotes de soja allá en los bajos? Necesitan agua. Y es por eso que estoy a camino, desde ayer. Mi hermano allá ya me espera y volveremos juntos. Le ayudo a traer las nubes pesadas, cargadas de agua y de energía eléctrica; tan importante para la tierra. Al volver, como entenderás, mis ráfagas estarán cargadas de Espinillo helado. Por eso aquí nadie le quiere a mi hermano, el viento sur. A mí me pasa lo mismo allá en el hemisferio norte. Allí soy frío, amenazante y hostil. Bueno, esos son los atributos que me regaló la humanidad. Soy ajeno a todo eso, al igual que todos nosotros, los vientos. Tan solo obedecemos órdenes. Órdenes del Universo. Ah, y están también mis hermanas, las brisas. Ellas son suaves, a veces frescas, otras veces muy cálidas. De ellas hablan los poetas, los románticos. Las enaltecen, las colorean según lo necesitan. Pero el verdadero hombre se ríe de las brisas. Para él, no cuentan. Somos nosotros los importantes, los vientos, las tormentas. Siempre fuimos útiles. Y seguimos siéndolo. El hecho de que a veces arrasamos con todo y no hay amarre que nos contenga, no es culpa nuestra. La humanidad va diezmando aquello que nos gusta, aquello que se vuelve nuestro instrumento, aquello que tiene la bravura y el coraje de oponerse a nuestra fuerza: el bosque, los árboles. Ven, te lo muestro.-
            Bajamos caminando la calle de tierra colorada. En la zanja, donde cruza un arroyo, se plantó una parcela de trigo. El viento toma aliento y el trigal se agita. Ondean y flotan las espigas, formando remolinos y remansos. Fluyen las briznas como en torrentes y las espigas forman crestas que suben y bajan como si fueran olas del océano. Me quedo un rato a observar el espectáculo mareante. Luego subo la cuesta y el viento viene conmigo. Me siento en una piedra y puedo ver el camino, serpenteando entre trigales, bosques y pajonales. Cuando decido volver, el viento me acompaña. Por momentos jugueteando en el suelo, luego sube, despeinando los arboles, silbando y cantando. Siento que va ganando fuerza y recuerdo la canción que dice “y voy con el viento a mi favor”. Graciosamente me va empujando cuesta arriba. Cuando llego a casa, el viento se despide con un último rugido entre los altos gajos de los nogales en el patio.
            -Recuerda-, me dice, - cuando hoy al medio día ya no me sientes, es porque llegué al sur. Nos vemos dentro de algunas horas. ¡Adiós!-
            -Adiós-, le digo. En lo alto ondean las copas de los árboles, cantan la melodía impuesta por el viento que se va. El cocotero extiende sus hojas largas, como diciéndole adiós con su fronda. Ojala que no vuelva con tanta bravura, queriendo imitar a sus adorados hermanos del Caribe. Lluvia mansa si, tormenta…. No gracias. Adiós Karaí Octubre………..


Janina Bradler

jueves, 5 de septiembre de 2013

Que es un autor

                Un artífice, un creador. Causante, cometedor, hacedor: todo eso es un autor. Y autores existen desde que la humanidad inventó el arte de expresarse mediante símbolos, dibujos, jeroglíficos y más tarde con las letras como las conocemos hoy. Creo que cada ser humano  llega a ser autor de algo en un momento dado de su vida. Lamento que la ciencia que estudia las letras, muchas veces, en vez de inspirar y dar alas al aprendiz, lo obliga a aprender a ser un autor en base a dogmas y enseñanzas tradicionales, aburridas y obsoletas.
                La música, la fotografía, el cine y el software obedecen a una idea. Y esa idea nace en aquella persona que llamamos autor, narrador, cuentista.
                En la Edad Media el término autor era prácticamente el sinónimo de autoridad; pienso que fue así, porque en aquellos tiempos, el derecho de escribir o crear algo era el privilegio de unos pocos que tuvieron la suerte (por nacimiento o adquiriéndola por astucia) de poder estudiar. Demás esta mencionar que en aquel tiempo la participación en la literatura y en las artes por parte de las mujeres, era casi nula. (De eso se ocupó con creces la Iglesia Católica.)
                En algunos círculos literarios se hace una diferencia entre el autor y el cuentista. El autor escribe el texto, mientras que el narrador cuenta la historia. El cuentista se vuelve una instancia, creada por el autor.
                En la actualidad hay autores y narradores, ya sea de novelas, literatura técnica o poemas de gran estética y belleza; de ensayos y narraciones estilizados y sobrecargados, como granos de arena tienen las playas del mundo. Tal vez, y esa es una opinión muy mía, anterior a nuestra era computarizada los autores sobresalieron con sus obras por calidad y no, como hoy, por cantidad. Editar, lanzar un libro, era todo un tema. Hoy, escribo algo, lo subo a Internet y ya esta: soy autor/a. Lo presento en un blog, lo subo a fb y al instante está dando la vuelta al mundo. Autores así, hay miles. Creadores de los Powerpoint que circulan en la red; también son autores.
 ¡Ah! Y no sabría decir cómo protegerme, o proteger cosas de mi autoría, de plagios, de los copiones. ¿Con señal de agua? ¿Textos en pdf? No creo que Internet sea una manera segura y confiable para editar un libro o hacer conocer lo que artísticamente hacemos y creamos, si no queremos que alguien se lo lleve y le plasme su propio sello y nombre.
                Yo pinto cuadros. Oleos. Tengo algunos publicados en Artelista, una página web, que da la oportunidad de promocionar lo que uno crea. Otros en una página paraguaya, Portal Guaraní. ¿Pero seguridad? No hay. La profesora de un instituto de arte de mi ciudad, encontró un cuadro mío que le gustó. Lo bajó de Internet, lo imprimió y se lo dio a sus alumnos para que lo copien. Así de simple. Estoy consciente de que no puedo defenderme de eso, pero lo que critico, es la ausencia total de la ética, moral y profesional. Si ya tienen que bajarlo de Internet por falta de otras alternativas, me gustaría, que por lo menos, mencionen el nombre del autor; trátese de un texto, una cita o la fotografía de un cuadro. Pero como hay tantas obras en la red, accesibles a quien tenga computadora e Internet, es como si ya no se le da el mismo valor ni el respeto como antiguamente. ¿Por qué gastar dinero en comprar un libro si lo puedo bajar gratis de Internet?
                Creo que, a pesar de todos los avances tecnológicos (o tal vez justamente por eso) el creador o inventor de hoy tiene las mismas guerras que combatir, los mismos obstáculos que superar como sus colegas del pasado. Al menos, si es un creador serio, celoso de su obra; un artífice de la pluma, del cincel o de pinceles;  un cometedor y causante de indescriptibles sensaciones entre aquellos que leen, aquellos que ven con los ojos del alma: un autor.


Janina Bradler

sábado, 3 de agosto de 2013

Una historia que no es Historia

                Asunción, domingo, uno de Agosto del 2004. En Villa Elisa la familia Ortiz se estaba preparando para ir a visitar a una tía en el barrio Santísima Trinidad. Iban ir todos. Doña Manuela de Ortiz y su esposo Pedro discutían aun lo del almuerzo, cuando su yerno, Carlos, dijo que él se encargaría de eso, comprando algo de comida lista del supermercado grande. Su señora, Gloria, termino de peinar a la hija y dándole los últimos toques al moño del vestidito verde de la niña, se acordó de la fecha: ¡hoy era el uno de Agosto! El día del tradicional Carrulín. ¿Era el verde mate del vestido que le hizo recordar ese viejo clasicismo paraguayo? Ella no lo sabía, pero salió al jardín a buscar una ramita de ruda.
                -¡Mama!- le grito Gloria a Doña Manuela que ya estaba sentada en la camioneta. -¿Dónde está tu planta de ruda que siempre tenias aquí en ésta maceta? Quiero preparar el carrulin para llevarlo a lo de la tía; así lo tomamos todos juntos.-
                -No se mijita- dijo Doña Manuela bajándose de la camioneta. –Creo que se me secó. Pero podemos pedirle a mi vecina. ¡Qué suerte que te acordaste! Mira, que ni tu padre pensó en eso hoy.-
                Las dos mujeres salieron a la calle para ir a la casa de la vecina. Don Pedro y su yerno se encogieron de hombros, resignados a esperar. –Mujeres- murmuraron. Como si fuera que no podían comprar ruda por ahí… Pero si Gloria se había propuesto algo, no paraba antes de obtenerlo.  Así que, Don Pedro volvió a entrar a la casa para buscar la botella con caña que siempre estaba en el aparador del comedor. Estaba vacía. Bueno, comprarían una en el supermercado.
                Las mujeres volvieron, satisfechas con la ruda en mano. -¿Y la caña?- pregunto Gloria al marido. –Termino- respondió Carlos. –Pero no te preocupes, compro una botella en el super.-
                -No, no- dijo Gloria con vehemencia. –Voy aquí nomas a la despensa, quiero llevarlo pronto a lo de la tía.- Y a pesar de las protestas de los demás, agarro su bolso y volvió a salir. Tardo un montón, porque había mucha gente en el Almacén de Don Nicolás, y cuando por fin volvió con su botella de caña, ya eran casi las diez de la mañana. Gloria machaco la ruda en un morterito de palo santo mientras que su padre, rezongando, cortaba los limones. La niña y la abuela ya esperaban en la camioneta y Carlos les apuraba a su esposa y al suegro.
                -Vámonos ya, que tengo que comprar la comida de ida- dijo en tono impaciente. –Primero pasamos por lo de la tía- repuso Gloria rotundamente. –Tomamos todos el carrulin y luego nos vamos a buscar la comida.- ¿Cómo oponerse a tanta terquedad? Carlos suspiro y fue a ocupar su lugar detrás del volante.
                Por fin salieron. El transito era fluido y en poco tiempo llegaron a Santísima Trinidad. La tía los recibió sonriente: con seis copitas y una botella con carrulin. Entre risas y comentarios sobre el tiempo perdido en busca de ruda y caña, brindaron por la salud de todos, por los parientes y amigos lejanos. Carlos seguía de mal humor, apretujando por ir en busca de la comida porque se hacía tarde. –Todo por tu culpa Gloria- dijo enojado. –Y para mas, tu tía ya tenía preparado el famoso carrulin.- Gloria ni respondió. Conocía el mal genio de su marido y prefirió callar.
                -Traigan algo de pasta también- dijo la tía, –que allí lo preparan muy rico- entregándoles una fuente para la pasta y otro recipiente para el asado. Ella no quería los envases de plástico. Decía que le cambiaban el sabor a la comida.
                La nena también quiso ir;  por los postres y porque sabía que algo el papá le compraría. Ella sabia como manejar a su padre y siempre se salía con la suya.
                -Como le gusta a la gente quemar la basura- dijo Gloria indignada, subiendo la ventanilla del vehículo. -Deberían prohibirlo, es tan molesto.- Su esposo asintió.El humo se hacía cada vez más denso. Carlos, nervioso, tocó la bocina; había mucha gente en la calle y cada vez aumentaban. Corriendo, cruzando la calle sin mirar, gesticulando y gritando. ¿Algún accidente que aglomeraba a los curioso? Pero no, fue otra la razón por la cual cundió el pánico. ¡Era fuego!
  Cuando bajaron de la camioneta, el guardia de seguridad del supermercado cerraba las puertas de acceso. Grandes puertas de vidrio, pesadas, y por dentro, gente atrapada. Desde afuera las personas tiraban piedras, tratando de romper el vidrio. Pero éste resistía. Parecía que esas puertas, terribles aliados de la codicia del dueño de ese local, se burlaban de los gritos y de la desesperación.
                Gloria, Carlos y la niña quedaron atónitos frente a lo que sería la peor tragedia en Paraguay. Volvieron a lo de la tía como en trance. Nadie pensó ya en comer. Las mujeres se santiguaron, murmurando plegarias en voz baja y Gloria, muda, no podía dejar de mirar la botella con el carrulin que ella había preparado. Le parecía que a la botella le iban creciendo alas y que de a poco se transformaba en una tenue imagen de un ángel salvador. El fuego se había iniciado exactamente cuando ellos habían llegado a la casa de la tía. ¿Qué hubiera sido de ella, de la niña y de su esposo si no preparaba aquella botella antes de salir?
                Gloria hoy es mi amiga. Ella me conto esa historia que no es historia. El recuerdo de aquel día aun sigue vivo en cada paraguayo.......... ¿Y la justicia? Quedo con los ojos vendados, muda……

                Gracias Gloria por ser terca…. Y gracias por ser hoy mi amiga……… y para todos aquellos que no conocen el carrulín: es caña a la cual se le pone ruda y limón. Es una tradición paraguaya tomar un traguito el primer día de Agosto para ahuyentar los males; parecida a la tradición andina, en el día de la Pachamama.


Janina Bradler

miércoles, 3 de julio de 2013

El rosario de marfil




            Con el tercer canto del gallo, Martín Orue se levanto. Hoy seria su gran día. Hoy iría a la ciudad por primera vez. No era una ciudad cualquiera, no. Era una ciudad fronteriza, una ciudad convergente de tres fronteras. Comercial, bulliciosa y aventurada. Martín Orue estaba lleno de expectativas. El hecho de que le llevaría casi un día entero en llegar a su destino, tomando tres colectivos diferentes, aumentaba aun más sus esperanzas. ¿Quien sabe, si allí, durante el viaje no encontraría a personas interesantes? ¿Quizás un compañero con las mismas ambiciones, o tal vez una mujer interesante? “Cuídate de las mujeres de la ciudad,” le había dicho su madre, la vieja Apolonia, viuda de Orue. “Las mujeres allí son diferentes, no son buenas.” “Y vuelve para la semana santa”, agrego luego.
Martín se reía bajito al recordar las palabras y las preocupaciones de la madre. Mientras sacaba agua del pozo para lavarse la cara, parecía escuchar su voz,  aquella voz algo quejumbrosa que daba las indicaciones de buenos modales a su hijo menor, antes de que este se aventurara a salir de la casa, del pueblo, donde toda su familia vivía por generaciones.
            Martín era el último de los hijos de los Orue. Los siete hermanos; tres mujeres y cuatro varones, se habían casado, ya tenían familia. El del medio, José, era el eterno quebranto de la madre. Y las pocas veces que había tenido un trabajo decente para mantener su mujer y los tres hijos, fue una lechada de cal para su oficio predilecto: el abigeato. Todos los estancieros en la redonda ya habían sido sus victimas, pero José “trabajaba” con astucia; siempre regalaba carne a los mas pobres de la villa, al comisario, al jefe de la Seccional en el pueblo y hasta a veces, un buen trozo para asado le llegaba a Don Colman, el acopiador  y dueño del almacén mas grande. De esa manera, José conseguía coartadas y la vista gorda de la policía y, para el pesar de la viuda Orue, Martín admiraba las hazañas del hermano y sus artimañas. Tal vez por eso, ella no objeto en contra del viaje de Martín a la ciudad, apoyándolo hasta con bastante dinero que José, benevolentemente le solía regalar; dinero que ella jamás uso, porque decía que era sucio. Lo único que ella si usaba siempre, también un regalo de José, era un rosario de marfil. Ese rosario José le compro en Buenos Aires, la única vez que trabajo fuera del país, de forma legal y decente.
            Cuando Martín llego a la ciudad fronteriza, se quedo maravillado con el espectáculo que a diario esta ciudad despliega con su transito alocado, los innumerables mesiteros que ofrecen sus mercaderías, el incesante ir y venir de turistas y compradores extranjeros. Nada tenia de parecido esto con la placidez aburrida de su pueblo; aquí, en esta ciudad, reinaba la omnipotente deidad del dinero, la codicia y la ambición. Aquí el encontraría con toda seguridad un trabajo del cual su madre podía estar orgullosa y con el dinero que el ganaría, bien podría competir por fin con José, su hermano, que siempre dejaba entrever que el era el único que le obsequiaba regalos costosos a la madre, las hermanas y hermanos. Generalmente eran cosas innecesarias y en vez de instalarle a la mama un sistema de agua corriente para facilitarle la vida, le llevaba perfumes y santos. También le regalo una cocina a gas, pero nunca le volvió a llenar la garrafa, y cuando el gas termino, la cocina fue a parar debajo del alero de paja y en su horno anidaban las gallinas. Todo eso recordaba Martín mientras observaba atónito las transitadas calles.
 Los bocinazos y el ruido de los motores le mareaban, pero estaba feliz. Pronto entablo una conversación con un hombre que le pareció confiable. Un cambista que durante algunos minutos venia observando al muchacho, barajando rápidamente sus posibilidades de ganarse un extra con ese joven. Con avidez se percato de que era carne nueva, nunca lo había visto por allí y toda la expresión del muchacho delataba su naturaleza de novato. Con una sonrisa jovial le estrecho la mano, le dio unas palmadas de camarada en el hombro y a pocos minutos a Martín le pareció conocerlo desde siempre. El cambista le ofreció mostrarle un departamento en uno de los barrios mas alejados del centro y Martín acepto. Acepto el precio de alquiler del apartamento, las cervecitas frías que le ofreció el cambista y finalmente se hizo socio de el, entregándole el resto del dinero que tenia. El cambista lo esperaría al día siguiente en el lugar donde horas antes se habían conocido y Martín ya podía sentir entre los dedos los billetes que se deslizaban, sentía el olor del dinero y entre los velos de cerveza que le iban nublando la vista, antes de caer en profundo sueño, vio la cara feliz de su madre y escucho las voces de los hermanos que le felicitaban por sus logros.
Martín jamás volvió a encontrar al cambista. Ni sabia el nombre y a los otros cambistas de la zona, su búsqueda desesperada les resulto graciosa. Entre risas y burlas Martín deambulaba entre ellos, hasta que uno le dijo que deje de fastidiar y que se busque un trabajo. ¡Un trabajo! ¡Claro que si! Si para eso el había venido. La palabra trabajo despertó en el nuevas esperanzas y empezó con la batida. Ya bien avanzado el día y con el estomago retorcido del hambre, Martín se desplomo sobre un banco de hormigón. Había golpeado muchas puertas, hablo con tanta gente, vio tantas cosas, tanta gente trabajando, descargando, cargando cajas con electrónicos que el nunca había visto antes, pero trabajo, trabajo no consiguió. En su cabeza giraba un remolino de pensamientos de culpa, de miedo y de frustración. Un chipero que pasaba con su canasta casi vacía, debió haber visto la desesperación en la mirada del joven y le regalo un chipa. Martín murmuro un “muchas gracias” y con el primer mordisco que trago, trago también la amarga experiencia de ser objetivo de caridad de otra persona.
Al atardecer volvió al departamento. Cabizbajo y desecho, sin trabajo y con hambre, se acerco a la puerta, buscando en sus bolsillos la llave cuando de pronto una voz chillona le arranco de su enajenación. Frente a el, una mujer gorda y vestida de rojo, las manos apalancadas en la cintura, lo miraba de arriba para abajo, haciendo una mueca despreciativa.
“Así que vos sos el nuevo inquilino”, dijo finalmente y luego le estrecho la mano abierta y con tono de comandante de cuartel ordeno:
“Dame la llave”. Martín deposito con dedos temblorosos la llave en aquella mano reclamante y luego retrocedió unos pasos. Esa mujer lo asustaba. La de rojo se volvió para abrir la puerta y antes de que Martín pudo preguntarse a si mismo que era lo que ella pretendía, volvió a escuchar la vos comandona:
“Apúrate y saca tus cosas, ese apartamento ahora es mío” y con un gesto imperioso invito a Martín a acatar la orden. La protesta de este se le murió en los labios ante tanta autoridad y asustado como un conejo cazado por un perro, entro y junto sus maletas, saliendo a las corridas. La risa  fragorosa de aquella mujer siguió en sus oídos por varias cuadras, hasta que finalmente llego al mismo banco de hormigón donde ya había estado al medio día. Pero ahora ya casi nadie estaba en la redonda. Los mesiteros desaparecieron como por arte de magia. Montones de basura y de cajas vacías de cartón  o isopor colmaban las veredas y algunos perros hambrientos, igual que el, husmeaban entre los desperdicios que a lo largo del día tiro la gente. Ni remotamente este panorama recordaba al de la tarde anterior, cuando Martín piso por primera vez el pavimento de aquellas calles y veredas. Y ni remotamente el ánimo de Martín era el mismo como el del día anterior. Resignado, usando su maleta como almohada, Martín se acostó en el banco duro y frío. Un perro se le acerco, olfateándole la mano que aun tenía aroma de chipa y con un suspiro hondo Martín le dio una palmada en la cabeza;
“Quizás mañana, vos y yo, tengamos mas suerte”, dijo en voz baja y luego cruzo los brazos por debajo de la cabeza y encandilado por las luces de neon de los grandes paneles de propaganda y de la luz de los faroles, cerro los ojos cansados y afiebrados. –O tal vez mañana vuelvo a casa- pensó, antes de caer en un sueño inquieto y azorado.

Varias semanas pasaron y Martín encontró changas aquí, changas allí y de cuando en cuando un compañero de trabajo lo invitaba a pasar la noche en su casa y así podía dormir, si bien no en una cama, pero por lo menos en un colchón tirado al piso. Otras veces una mujer vestida de rojo compartía un colchón con el, pero luego desaparecía y después venia otra. Y si nadie le ofrecía lugar para dormir, pasaba las noches en su banco de siempre, acompañado por los perros que ahora que Martín tenía un poquito de dinero, siempre recibían de sus manos algún resto de comida. Al anochecer ya lo esperaban y lo saludaban alegres, luego se echaban al suelo alrededor del banco, como velando el sueño de su amo, callejero como ellos.
 Las cosas cambiaron cuando Martín conoció a un muchacho que en horas de la noche descargaba contenedores. Se hicieron amigos, y  al poco tiempo Martín también descargaba camiones y contenedores en el centro de la ciudad cuando ya todos los negocios estaban cerrados y las calles estaban vacías. Muy pronto Martín aprendió y como los otros, reservaba clandestinamente una que otra mercadería para venderla al día siguiente en las calles, a un precio bastante inferior al de los negocios. Recibía su salario regularmente, compro ropas, un celular y en cuanto pudo, cambio su banco de hormigón por un apartamento bonito en los suburbios de la ciudad.
 De su gente el no sabia nada. Si bien sabia que José tenia un teléfono celular, el desconocía el numero o no lo recordaba. Así que se quedo con las ganas de querer saber algo de su familia, o tal vez ni quiso saber. Junto algún dinero y cuando se aproximo la semana santa, decidió ir a visitar a su madre. Aquel Martín, que meses atrás llego a la ciudad con cara de novato, embelesado por el  bullicio y el neon, desapareció entre las garras de un despiadado destino. Pero como el ave fénix, que renace de las cenizas, también Martín renació. Se hizo fuerte, habilidoso y actuaba con astucia. La venta de las cosas robadas le dejaba un buen saldo todos los días. Y mujeres gordas, vestidas de rojo, nunca más lo intimidaron. A veces recordaba los consejos de la vieja Apolonia y un ribete de remordimiento se quería apoderar de el. Pero Martín no  permitió que esas sensaciones se prolongaran y poco a poco iban cesando, desapareciendo por completo y también desapareció su benevolencia que solía tener con los perros y que durante algunos días le seguían esperando al atardecer, al lado del banco de hormigón.
Martín experimentaba orgullo cuando recorría con la vista las cajas apiladas con electrónicos que guardaba en su habitación. También había perfumes, prendas de vestir y calzados. De entre estas últimas cosas eligió algo para la madre, las hermanas y en especial para José y emprendió el viaje de regreso a su pueblo. Cerró muy bien la puerta, con candado adicional y todo, no sin antes esconder las cajas debajo de la cama y debajo de la mesa que estaba cubierta con un gran mantel floreado.
Era Jueves Santo cuando llego al pueblo. Al bajarse del colectivo, se topo con una fila interminable de gente que le seguía caminando a un féretro negro, adornado con rosas y orquídeas blancas de seda, igual a las flores que el a veces descargo de los camiones en medio de la noche.  Entre las personas el llego a reconocer a algunas y quiso saludar, pero los ojos llorosos con sus miradas de reproche silenciaron su boca. Intrigado le pregunto a un chico que vendía golosinas en la parada del micro.
“Murió la vieja Apolonia de la Villa”, contesto el muchachito, limpiándose los mocos con el dorso de la mano porque estaba tremendamente resfriado. “La viejita murió ayer, después de ver las noticias en la tele de su hijo José. No se bien lo que paso, pero dicen que ella reconoció a otro hijo suyo que vivía en la frontera y ahora lo busca la policía porque dicen que robo muchas cosas.” El chico quería seguir contando, orgulloso de poder informarle al extraño, pero ya Martín no lo escuchaba. Agarrando un atajo que conocía desde niño, cruzo casi corriendo el campo y llego exhausto a la casita donde el y la madre vivieron los últimos años. En el umbral de la puerta lo esperaban los hombres uniformados y los paquetes que Martín llevaba en las manos se cayeron al suelo. La vista se le nublo de lágrimas y cayo sobre rodillas. Allí, en el suelo, medio cubierto de polvo y arena, estaba tirado el rosario de su madre, el rosario de marfil y el lo agarro con las dos manos, como queriendo encontrar en esa reliquia amparo y consuelo. Cuando le esposaron los policías, de sus dedos entrelazados colgaba el crucifijo y el metal frío rozo sus dedos.
La ciudad amaneció con el bullicio de siempre. Una fina llovizna caía en blancos velos y difusamente se veían las siluetas de los edificios en la pálida luz de la madrugada. Martín se despertó lentamente; todo el cuerpo le dolía de frío y humedad. Uno de los perros dormía acurrucado a su lado, encima del banco de hormigón y la hebilla de su viejo collar le raspaba la muñeca.


Janina Bradler

miércoles, 26 de junio de 2013

Don Ramón

            Un hombre de mediana estatura. De una edad no tan bien definida, si bien algunas canas en las sienes y unas pocas arrugas alrededor de sus ojos cuando sonríe, demuestran que ya no es un jovencito. Pero siempre alegre, siempre servicial y atencioso.
            Lo conozco desde hace ocho años. Con su postura humilde detrás del mostrador de la sección de los cárnicos en un pequeño supermercado, lo vi por primera vez. Toda su apariencia irradiaba pulcritud e higiene. Los paños, con los que limpiaba el cuchillo cada vez que cortaba un trozo de carne requerido por un cliente, blancos y limpios. Los cambiaba a menudo. Y si nadie compraba carne, Don Ramón estaba sumamente ocupado en desarmar y limpiar la sierra o el molino de carne. Aunque lo tuviera que volver a usar enseguida. Y nunca contestaba con un –no hay- Siempre encontraba algo con que satisfacer a su clientela. Recomendando un corte nuevo, una carne de oveja recién llegada o un pernil de cerdo, jugoso y apetitoso. Nosotras, las amas de casa, llevábamos muchas veces algo que en un principio no habíamos tenido en mente. Y bueno, entonces, en vez del estofado, el guiso o la milanesa, para el medio día había un pernil dorado al horno o una salsa suculenta, hecha con la carne molida fresca y de primerísima calidad; molida sobre la hora por Don Ramón.
            El supermercado cerro, después de algunos años. La competencia con un gigante que abrió una sucursal a poca distancia, hacían imposible y obsoleta la subsistencia del pequeño local. En una euforia, todos los habitantes de la zona invadían el nuevo supermercado que ofrecía prácticamente de todo. Abierto hasta altas horas en la noche e incluso sábados, domingos y feriados, atraía a las masas con ofertas especiales, productos exóticos del lejano oriente y con la facilidad de poder pagar con todas las tarjetas de crédito que el mercado local ofrece.
            El pequeño supermercado donde trabajaba nuestro amigo, se transformo en un restaurante que vende comida por quilo. Y Don Ramón, en una esquina que fue apartada para ese fin, seguía vendiendo carne. Con la misma amabilidad de siempre, pero con el semblante mucho menos feliz.
            Al poco tiempo, el restaurante necesitaba de aquel espacio que ocupaba la carnicería y Don Ramón desapareció con él. Los pormenores no me son familiares y seguramente tampoco a tantos otros que formaban su clientela. Ahora todos íbamos al supermercado grande; hasta incluso, la carne era mucho más barata. ¡Qué suerte la nuestra! Las cosas no estaban como para no apreciar la oportunidad de adquirir la misma calidad en cárnicos y embutidos por menor precio. Pero…. ¿era realmente la misma calidad? Al principio, si. La calidad buena, el precio bueno, la atención buena. Que más se podía pedir.
            Pero como en muchos de los casos, cuando un negocio  empieza a dar rentabilidad, la eficiencia del personal y la calidad de los productos tienden a decaer. Aquí no fue distinto. Una vez formada una clientela segura, ya la carne no era la misma. Y sin mencionar la falta de higiene que se hace sentir cuando se guarda la carne por algunos días en el refrigerador y adquiere un olor y sabor desagradable. ¿Vieron la mosca que baila su danza fecunda entre los cortes de costilla?
 Las verduras muchas veces marchitas y la panadería incapaz de ofrecer una calidad constante y buena. En las góndolas faltaban cada vez más las exquisiteces que en un principio atrajeron al público y más de una vez, el sistema fallaba y no aceptaba las tarjetas de crédito. También la atención y/o reacción de las cajeras dejó mucho que desear. Y no tan solo de ellas. Los muchachos de la sección de carnes, las chicas que atienden la fiambrería: o son pocas o son desinteresadas. A veces hay tres, cuatro, cortando carne, empaquetando quesos y jamón, mientras hay una fila de diez o más personas esperando. ¡Eso sí, esperando con una paciencia angelical! Acá en Paraguay nos falta aprender a reclamar…
            Y si por desventura alguien quiere comprar carne molida a las diez de la mañana, un –no hay- seco y desentendido por parte de los muchachos, afilando sus cuchillos, es la respuesta. Y… por las dudas, ¿no podrían hacer el favor y moler un quilo o dos? La respuesta es clara y contundente: -Ahora no hay señora- Pero, como dije: no protestamos, no hacemos escándalo, no defendemos nuestro derecho de consumidor. Porque eso  somos. Consumidores. Ya no somos clientes a los cuales se les conoce por el nombre. A los cuales se les pregunta cómo anda la familia, el trabajo, el perro. Y entonces nos damos la media vuelta y nos vamos, porque diagonalmente frente al gran supermercado esta la solución para casos como este. En un local que ya vio transitar por sus cuatro paredes un sinfín de establecimientos como una heladería, una boutique, una tienda, abrió sus puertas la carnicería de Don Ramón. Y allí está él de vuelta. Con su sonrisa de siempre, con su inigualable capacidad de ofrecer y vender.
            -¿Carne molida? Pero claro que sí. Y aunque no tuviera molino, ¡a cuchillazo limpio se lo prepararía señora! ¿Cuánto puede ser?
            Y allí estamos, todas las amas de casa de vuelta, seducidas por el trato y por los cortes de carne de Don Ramón, el Carnicero de Ley.

Joana