Alegoría al Bicentenario

Alegoría al Bicentenario
Alegoria al Bicentenario: Grito de la libertad
"De medico y loco, todos tenemos un poco" Tal vez, de artista también. Al menos hoy en día, cuando es tan fácil acceder a cursos, materiales, etc. Y la verdad, dando una vueltita por las paginas de nuestros diarios, encontramos siempre alguna propuesta para visitar galerías, exposiciones individuales, colectivas, y nombres nuevos que surgen. Algunos quedan, otros desaparecen. Hace casi 20 años que me dedico a la pintura al oleo. Participe de algunas exposiciones, hice una individual, hace dos años, y bueno, ahora me decidí a entrar a ese mundo fascinante de los "bloggers". Mis motivos favoritos son los caballos y los paisajes, tanto del Paraguay, como también de otros lugares. De a poquito compartiré con ustedes mis obras. Siempre trato de que mis cuadros cuenten alguna historia, o sea, que no sean meramente decorativos.Quiero darle al espectador la posibilidad de adentrarse en un paisaje, sentir el sol caliente nuestro que se refleja en caminos arenosos,la sombra refrescante que brinda un viejo árbol al costado de un sendero en un campo abierto. Así que, : BIENVENIDOS A MI MUNDO

viernes, 18 de abril de 2014

Y conmigo la guardare….

                La lluvia cae sobre San Juan Bautista de las Misiones. Ya hace días.  Los relámpagos parten en dos los cielos que luego vuelven a juntarse en monumentales truenos. Hoy es martes y debo ir, llueva o no, a gestionar algo en la ANDE. Las calles están prácticamente vacías. Son casi las ocho de la mañana. Dejo a mi hijo en el colegio y sigo. En algún momento vi las oficinas de nuestra administración nacional de electricidad; en algún lugar. Recuerdo vagamente haberlas visto, instaladas como provisoriamente en una de esas casas centenarias de las cuales hay muchas por aquí. Pero la lluvia, con sus velos blancos y  húmedos, transforma el panorama de las calles. No reconozco el lugar  y mi mala memoria me hace conducir en círculos.  Al final paro en una estación de servicio.
                “¿La ANDE?”, pregunto al chico que está resguardándose de la lluvia por debajo del alerón que cubre la entrada a la oficina. “Acá a la vuelta señora”, me dice, visiblemente aliviado de que no quiero cargar combustible. Le agradezco y giro a la derecha. Por suerte esa calle es de sentido doble. Pero ni a la vuelta, ni a una cuadra, ni a la siguiente encuentro algo que podría ser una oficina.
                La puerta de una de las casas está abierta. Una pareja de mediana edad está tomando mate. Acerco el auto al cordón de la vereda. No me tomo la molestia de bajar, tan solo la ventanilla del lado del acompañante y pregunto a gritos, tratando de superar el ruido de la lluvia, por las oficinas de la susodicha ANDE. De inmediato me avergüenzo de haberme quedado en el auto sentada, porque el buen hombre, mate en mano, sale a la intemperie y me señala el camino, me da la dirección exacta. Amabilidad sanjuanina. Bueno, en la próxima me bajaré del auto pienso, pongo la marcha en D y allá voy. Son once cuadras en dirección a mi casa. De allí vine y estoy segura que ya había pasado dos o tres veces por esa misma cuadra.
                Llego felizmente a destino. Hay varios vehículos frente a la oficina de la ANDE, al lado de la Parroquia María Auxiliadora. Debo estacionar a unos cuantos metros y me toca a mi salir a la lluvia. Ignoro el paraguas que mi hijo dejo en el asiento trasero. Con tal, las alpargatas se mojarían igual. No son precisamente el calzado ideal para días de lluvia.
                En la oficina hay tres personas. Una pareja, frente a frente. Ella, vestida de uniforme, el, cebando un mate. Amablemente responden a mi saludo sin dejarse de vista ni un solo instante. ¿Un romance que empieza o un amor que termina? No es posible descifrarlo en ese instante, pero algo hay; algo así como esos relámpagos allá afuera. Estáticamente cargados.
                La colega de la mujer estática, también saboreando un mate, pero a solas, me atiende cortésmente y mi diligencia acaba tan pronto como empezó. Ya está. La próxima vez, la facture me la llevaran a la casa que estamos alquilando. Fue apuntado  en un papelito, con un lápiz de papel. Nada de computadoras, nada de sistemas. Así de simple.
                Vuelvo a la calle, vuelvo al auto. Sigue la lluvia. Una chica cruza corriendo hacia la otra vereda y una moto la baña con un chapuzón que levantan las ruedas. Pero poco le importa; el agua que baja desde arriba, si bien esta más limpia, igual moja.
                Cuando llego a casa, o mejor dicho, al portón del patio de casa, una nube parece haberse dado cuenta de mi situación y pícaramente abre sus pórticos, inundando todo a chorros. De arriba agua, y para bajar del coche, a cruzar raudales. Tengo los pies helados. Definitivamente las alpargatas están hechas para tiempo seco.
                El día siguiente amanece con una tenue llovizna y un cielo gris. Tan gris que ni remotamente recuerdo como es un cielo azul. La única faceta positive de todo eso es el silencio de los vecinos, o mejor dicho, el silencio de sus espantosos equipos de sonido. Y el transportista del frente a lo mejor duerme. Porque el equipo de su furgón no depende de un enchufe. Gracias a Dios los demás temen las descargas eléctricas y desenchufan todo.  A eso de las once de la mañana, un pedazo de cielo azul aparece entre los nubarrones. Mi abuela solía decir, que si cuando el pedazo de cielo azul que aparece después de unos días de lluvia es lo grande suficiente para meter la cabeza, acampa. Ese pedazo ahí es tan grande que entraría fácilmente la cabeza de un elefante. Así que por fin va a parar de llover.
                El sol sale con cierta timidez. Pero es una timidez fingida. Fingida como el “no gracias “de las chicas al invitarlas a comer un pastel; porque están a dieta. Así como ellas devoran pastel y torta al saberse solas, así quema el sol en pocos instantes. Como si nunca hubiera habido cielo gris. Despiertan algunas aves y cantan; pero también despierta la gente de su letargo y enchufa las radios, enchufa los equipos de sonido…. Y chau silencio.
                Salgo a caminar. A dar una vuelta. No tengo ganas de cocinar. Es cerca del medio día pero nadie parece darse cuenta. Todos retoman sus trabajos. Martillea el herrero sus varillas, atornilla el mecánico las tuercas y la almacenera atiende a los chicos que sobre la hora van a comprar una porción de carne, tres huevos, dos tomates y un cuarto de galletas.
                Sigo caminando, tomo la siguiente cuadra. La lluvia aquí se volvió torrente, llevando consigo todo lo que encontró en su camino. Limpias están las calles de San Juan; las calles. La basura estará atascada en algún alcantarillado, transformando el entorno en una laguna. Allí donde ese torrente de agua sucia tuvo que desviar un montículo de escombros, la veo. Es una tuerca. Una tuerca vieja, herrumbrada. Pero se quedo encima; se negó al torrente que la iba empujando hacia el basural, hacia el final de la nada. Es una tuerca hermosa. Lleva incrustada en su centro redondo un canto rodado blanco. La incrustó la fuerza del agua; esa fuerza constante que pule, arrastra, empuja y con la arena lija. Pulida está la superficie del canto rodado que en su último instante de humedad, resplandece como una perla preciosa.
 Me agacho y la levanto. Levanto esa tuerca y la observo de cerca. Parece una joya. Una joya rara, única. La meto en el bolsillo de mi pantalón Pampero. La llevaré a casa, y conmigo la guardare…….

Janina Bradler

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