Alegoría al Bicentenario

Alegoría al Bicentenario
Alegoria al Bicentenario: Grito de la libertad
"De medico y loco, todos tenemos un poco" Tal vez, de artista también. Al menos hoy en día, cuando es tan fácil acceder a cursos, materiales, etc. Y la verdad, dando una vueltita por las paginas de nuestros diarios, encontramos siempre alguna propuesta para visitar galerías, exposiciones individuales, colectivas, y nombres nuevos que surgen. Algunos quedan, otros desaparecen. Hace casi 20 años que me dedico a la pintura al oleo. Participe de algunas exposiciones, hice una individual, hace dos años, y bueno, ahora me decidí a entrar a ese mundo fascinante de los "bloggers". Mis motivos favoritos son los caballos y los paisajes, tanto del Paraguay, como también de otros lugares. De a poquito compartiré con ustedes mis obras. Siempre trato de que mis cuadros cuenten alguna historia, o sea, que no sean meramente decorativos.Quiero darle al espectador la posibilidad de adentrarse en un paisaje, sentir el sol caliente nuestro que se refleja en caminos arenosos,la sombra refrescante que brinda un viejo árbol al costado de un sendero en un campo abierto. Así que, : BIENVENIDOS A MI MUNDO

viernes, 30 de noviembre de 2012

"En los cerros del Ybyturuzu" oleo sobre lienzo


"A la salida del Pueblo" oleo sobre lienzo


El Rosario de marfil


            Con el tercer canto del gallo, Martín Orue se levanto. Hoy seria su gran día. Hoy iría a la ciudad por primera vez. No era una ciudad cualquiera, no. Era una ciudad fronteriza, una ciudad convergente de tres fronteras. Comercial, bulliciosa y aventurada. Martín Orue estaba lleno de expectativas. El hecho de que le llevaría casi un día entero en llegar a su destino, tomando tres colectivos diferentes, aumentaba aun más sus esperanzas. ¿Quien sabe, si allí, durante el viaje no encontraría a personas interesantes? ¿Quizás un compañero con las mismas ambiciones, o tal vez una mujer interesante? “Cuídate de las mujeres de la ciudad,” le había dicho su madre, la vieja Apolonia, viuda de Orue. “Las mujeres allí son diferentes, no son buenas.” “Y vuelve para la semana santa”, agrego luego.
Martín se reía bajito al recordar las palabras y las preocupaciones de la madre. Mientras sacaba agua del pozo para lavarse la cara, parecía escuchar su voz,  aquella voz algo quejumbrosa que daba las indicaciones de buenos modales a su hijo menor, antes de que este se aventurara a salir de la casa, del pueblo, donde toda su familia vivía por generaciones.
            Martín era el último de los hijos de los Orue. Los siete hermanos; tres mujeres y cuatro varones, se habían casado, ya tenían familia. El del medio, José, era el eterno quebranto de la madre. Y las pocas veces que había tenido un trabajo decente para mantener su mujer y los tres hijos, fue una lechada de cal para su oficio predilecto: el abigeato. Todos los estancieros en la redonda ya habían sido sus victimas, pero José “trabajaba” con astucia; siempre regalaba carne a los mas pobres de la villa, al comisario, al jefe de la Seccional en el pueblo y hasta a veces, un buen trozo para asado le llegaba a Don Colman, el acopiador  y dueño del almacén mas grande. De esa manera, José conseguía coartadas y la vista gorda de la policía y, para el pesar de la viuda Orue, Martín admiraba las hazañas del hermano y sus artimañas. Tal vez por eso, ella no objeto en contra del viaje de Martín a la ciudad, apoyándolo hasta con bastante dinero que José, benevolentemente le solía regalar; dinero que ella jamás uso, porque decía que era sucio. Lo único que ella si usaba siempre, también un regalo de José, era un rosario de marfil. Ese rosario José le compro en Buenos Aires, la única vez que trabajo fuera del país, de forma legal y decente.
            Cuando Martín llego a la ciudad fronteriza, se quedo maravillado con el espectáculo que a diario esta ciudad despliega con su transito alocado, los innumerables mesiteros que ofrecen sus mercaderías, el incesante ir y venir de turistas y compradores extranjeros. Nada tenia de parecido esto con la placidez aburrida de su pueblo; aquí, en esta ciudad, reinaba la omnipotente deidad del dinero, la codicia y la ambición. Aquí el encontraría con toda seguridad un trabajo del cual su madre podía estar orgullosa y con el dinero que el ganaría, bien podría competir por fin con José, su hermano, que siempre dejaba entrever que el era el único que le obsequiaba regalos costosos a la madre, las hermanas y hermanos. Generalmente eran cosas innecesarias y en vez de instalarle a la mama un sistema de agua corriente para facilitarle la vida, le llevaba perfumes y santos. También le regalo una cocina a gas, pero nunca le volvió a llenar la garrafa, y cuando el gas termino, la cocina fue a parar debajo del alero de paja y en su horno anidaban las gallinas. Todo eso recordaba Martín mientras observaba atónito las transitadas calles.
 Los bocinazos y el ruido de los motores le mareaban, pero estaba feliz. Pronto entablo una conversación con un hombre que le pareció confiable. Un cambista que durante algunos minutos venia observando al muchacho, barajando rápidamente sus posibilidades de ganarse un extra con ese joven. Con avidez se percato de que era carne nueva, nunca lo había visto por allí y toda la expresión del muchacho delataba su naturaleza de novato. Con una sonrisa jovial le estrecho la mano, le dio unas palmadas de camarada en el hombro y a pocos minutos a Martín le pareció conocerlo desde siempre. El cambista le ofreció mostrarle un departamento en uno de los barrios mas alejados del centro y Martín acepto. Acepto el precio de alquiler del apartamento, las cervecitas frías que le ofreció el cambista y finalmente se hizo socio de el, entregándole el resto del dinero que tenia. El cambista lo esperaría al día siguiente en el lugar donde horas antes se habían conocido y Martín ya podía sentir entre los dedos los billetes que se deslizaban, sentía el olor del dinero y entre los velos de cerveza que le iban nublando la vista, antes de caer en profundo sueño, vio la cara feliz de su madre y escucho las voces de los hermanos que le felicitaban por sus logros.
Martín jamás volvió a encontrar al cambista. Ni sabia el nombre y a los otros cambistas de la zona, su búsqueda desesperada les resulto graciosa. Entre risas y burlas Martín deambulaba entre ellos, hasta que uno le dijo que deje de fastidiar y que se busque un trabajo. ¡Un trabajo! ¡Claro que si! Si para eso el había venido. La palabra trabajo despertó en el nuevas esperanzas y empezó con la batida. Ya bien avanzado el día y con el estomago retorcido del hambre, Martín se desplomo sobre un banco de hormigón. Había golpeado muchas puertas, hablo con tanta gente, vio tantas cosas, tanta gente trabajando, descargando, cargando cajas con electrónicos que el nunca había visto antes, pero trabajo, trabajo no consiguió. En su cabeza giraba un remolino de pensamientos de culpa, de miedo y de frustración. Un chipero que pasaba con su canasta casi vacía, debió haber visto la desesperación en la mirada del joven y le regalo un chipa. Martín murmuro un “muchas gracias” y con el primer mordisco que trago, trago también la amarga experiencia de ser objetivo de caridad de otra persona.
Al atardecer volvió al departamento. Cabizbajo y desecho, sin trabajo y con hambre, se acerco a la puerta, buscando en sus bolsillos la llave cuando de pronto una voz chillona le arranco de su enajenación. Frente a el, una mujer gorda y vestida de rojo, las manos apalancadas en la cintura, lo miraba de arriba para abajo, haciendo una mueca despreciativa.
“Así que vos sos el nuevo inquilino”, dijo finalmente y luego le estrecho la mano abierta y con tono de comandante de cuartel ordeno:
“Dame la llave”. Martín deposito con dedos temblorosos la llave en aquella mano reclamante y luego retrocedió unos pasos. Esa mujer lo asustaba. La de rojo se volvió para abrir la puerta y antes de que Martín pudo preguntarse a si mismo que era lo que ella pretendía, volvió a escuchar la vos comandona:
“Apúrate y saca tus cosas, ese apartamento ahora es mío” y con un gesto imperioso invito a Martín a acatar la orden. La protesta de este se le murió en los labios ante tanta autoridad y asustado como un conejo cazado por un perro, entro y junto sus maletas, saliendo a las corridas. La risa  fragorosa de aquella mujer siguió en sus oídos por varias cuadras, hasta que finalmente llego al mismo banco de hormigón donde ya había estado al medio día. Pero ahora ya casi nadie estaba en la redonda. Los mesiteros desaparecieron como por arte de magia. Montones de basura y de cajas vacías de cartón  o isopor colmaban las veredas y algunos perros hambrientos, igual que el, husmeaban entre los desperdicios que a lo largo del día tiro la gente. Ni remotamente este panorama recordaba al de la tarde anterior, cuando Martín piso por primera vez el pavimento de aquellas calles y veredas. Y ni remotamente el ánimo de Martín era el mismo como el del día anterior. Resignado, usando su maleta como almohada, Martín se acostó en el banco duro y frío. Un perro se le acerco, olfateándole la mano que aun tenía aroma de chipa y con un suspiro hondo Martín le dio una palmada en la cabeza;
“Quizás mañana, vos y yo, tengamos mas suerte”, dijo en voz baja y luego cruzo los brazos por debajo de la cabeza y encandilado por las luces de neon de los grandes paneles de propaganda y de la luz de los faroles, cerro los ojos cansados y afiebrados. –O tal vez mañana vuelvo a casa- pensó, antes de caer en un sueño inquieto y azorado.

Varias semanas pasaron y Martín encontró changas aquí, changas allí y de cuando en cuando un compañero de trabajo lo invitaba a pasar la noche en su casa y así podía dormir, si bien no en una cama, pero por lo menos en un colchón tirado al piso. Otras veces una mujer vestida de rojo compartía un colchón con el, pero luego desaparecía y después venia otra. Y si nadie le ofrecía lugar para dormir, pasaba las noches en su banco de siempre, acompañado por los perros que ahora que Martín tenía un poquito de dinero, siempre recibían de sus manos algún resto de comida. Al anochecer ya lo esperaban y lo saludaban alegres, luego se echaban al suelo alrededor del banco, como velando el sueño de su amo, callejero como ellos.
 Las cosas cambiaron cuando Martín conoció a un muchacho que en horas de la noche descargaba contenedores. Se hicieron amigos, y  al poco tiempo Martín también descargaba camiones y contenedores en el centro de la ciudad cuando ya todos los negocios estaban cerrados y las calles estaban vacías. Muy pronto Martín aprendió y como los otros, reservaba clandestinamente una que otra mercadería para venderla al día siguiente en las calles, a un precio bastante inferior al de los negocios. Recibía su salario regularmente, compro ropas, un celular y en cuanto pudo, cambio su banco de hormigón por un apartamento bonito en los suburbios de la ciudad.
 De su gente el no sabia nada. Si bien sabia que José tenia un teléfono celular, el desconocía el numero o no lo recordaba. Así que se quedo con las ganas de querer saber algo de su familia, o tal vez ni quiso saber. Junto algún dinero y cuando se aproximo la semana santa, decidió ir a visitar a su madre. Aquel Martín, que meses atrás llego a la ciudad con cara de novato, embelesado por el  bullicio y el neon, desapareció entre las garras de un despiadado destino. Pero como el ave fénix, que renace de las cenizas, también Martín renació. Se hizo fuerte, habilidoso y actuaba con astucia. La venta de las cosas robadas le dejaba un buen saldo todos los días. Y mujeres gordas, vestidas de rojo, nunca más lo intimidaron. A veces recordaba los consejos de la vieja Apolonia y un ribete de remordimiento se quería apoderar de el. Pero Martín no  permitió que esas sensaciones se prolongaran y poco a poco iban cesando, desapareciendo por completo y también desapareció su benevolencia que solía tener con los perros y que durante algunos días le seguían esperando al atardecer, al lado del banco de hormigón.
Martín experimentaba orgullo cuando recorría con la vista las cajas apiladas con electrónicos que guardaba en su habitación. También había perfumes, prendas de vestir y calzados. De entre estas últimas cosas eligió algo para la madre, las hermanas y en especial para José y emprendió el viaje de regreso a su pueblo. Cerró muy bien la puerta, con candado adicional y todo, no sin antes esconder las cajas debajo de la cama y debajo de la mesa que estaba cubierta con un gran mantel floreado.
Era Jueves Santo cuando llego al pueblo. Al bajarse del colectivo, se topo con una fila interminable de gente que le seguía caminando a un féretro negro, adornado con rosas y orquídeas blancas de seda, igual a las flores que el a veces descargo de los camiones en medio de la noche.  Entre las personas el llego a reconocer a algunas y quiso saludar, pero los ojos llorosos con sus miradas de reproche silenciaron su boca. Intrigado le pregunto a un chico que vendía golosinas en la parada del micro.
“Murió la vieja Apolonia de la Villa”, contesto el muchachito, limpiándose los mocos con el dorso de la mano porque estaba tremendamente resfriado. “La viejita murió ayer, después de ver las noticias en la tele de su hijo José. No se bien lo que paso, pero dicen que ella reconoció a otro hijo suyo que vivía en la frontera y ahora lo busca la policía porque dicen que robo muchas cosas.” El chico quería seguir contando, orgulloso de poder informarle al extraño, pero ya Martín no lo escuchaba. Agarrando un atajo que conocía desde niño, cruzo casi corriendo el campo y llego exhausto a la casita donde el y la madre vivieron los últimos años. En el umbral de la puerta lo esperaban los hombres uniformados y los paquetes que Martín llevaba en las manos se cayeron al suelo. La vista se le nublo de lágrimas y cayo sobre rodillas. Allí, en el suelo, medio cubierto de polvo y arena, estaba tirado el rosario de su madre, el rosario de marfil y el lo agarro con las dos manos, como queriendo encontrar en esa reliquia amparo y consuelo. Cuando le esposaron los policías, de sus dedos entrelazados colgaba el crucifijo y el metal frío rozo sus dedos.
La ciudad amaneció con el bullicio de siempre. Una fina llovizna caía en blancos velos y difusamente se veían las siluetas de los edificios en la pálida luz de la madrugada. Martín se despertó lentamente; todo el cuerpo le dolía de frío y humedad. Uno de los perros dormía acurrucado a su lado, encima del banco de hormigón y la hebilla de su viejo collar le raspaba la muñeca.

Janina Bradler

viernes, 3 de agosto de 2012

Compañeros

Una fotografía encontrada en Internet me inspiro a pintar este cuadro. Un hombre, fumando una pipa en compañía de su perro, al lado de una fogata. Espero que les guste.
Oleo sobre lienzo

Los ejes de mi carreta

Típico paisaje de mi país; arenoso, un lapacho en flor, y un boyero que al son de los ejes de su carreta recorre los caminos; pausadamente y sin apuros. Los bueyes conocen su camino.....
Oleo sobre lienzo

miércoles, 27 de junio de 2012


“Como yo lo siento”

Amo a los pueblos
que me rodean

-no sus Gobiernos-

Y como hija
nieta, bisnieta
de inmigrantes pioneros,
no me veo
como reza
en mi papeleo;
donde consta
y se subraya:
Que soy
Paraguaya.

Hoy, más que nunca,
Una ilusión mía
se trunca.
Yo que me sentía
perteneciente
a tanta gente:
A los pueblos,
mis vecinos
Brasileños,
Argentinos.
Los Bolivianos
y aun aquellos
de nuestras fronteras
mas lejanos:
Creí que todos
tan solo somos
una hermandad americana.

Pero basta que tan solo
la gerencia
de uno de los pueblos
quebrante
el mando,
mancillando
la regencia de su presidencia….
-la amistad de los pueblos
ya no cuenta-
Los gobiernos
americanos en un acto
se levantan,
formando un pacto.

En acalorados, patosos debates
desgarran
los endebles lazos
de la democracia.
Fingiendo ser justos
e infalibles
dan sus opiniones
insensibles
y se comportan como soldados:
¡Son centinelas no deseados!
Se respaldan en algún documento
en un momento
por todos firmado.
El poder gubernativo
del facineroso país altivo
es masacrado y juzgado
con insultos
e inculpación.
Y aquellos que en verdad
lo pagan
son el pueblo
y la nación.

La alevosa marrullería
desde siempre
lleva el rostro velado,
y los pueblos
que se creen hermanos,
están a merced
de su emboscada.

Janina Bradler

miércoles, 13 de junio de 2012

Reflexión


En vida hermano, en vida...

            “Cuando vos te mueras, mamá, nosotros nos volveremos ricos”, me suelen decir mis hijos. A mi pregunta, la respuesta es elocuente: “Porque cuando mueras, tus cuadros valdrán una fortuna”.
            A lo largo de la historia de escritores, artistas y pintores; el velo misterioso de la muerte siempre tiende a enaltecer trascendentalmente tanto a la obra como a su autor. No por último, porque después de muerto, ni el autor, ni el pintor, ni el artista, seguirá publicando, actuando o pintando y, efectivamente, lo último que fue publicado, será indefectiblemente lo último. Ya no habrá más. Ya nunca. Y eso creo que es algo irremediable. Pero, hay algo en todo esto que merece ser analizado a fondo.
            El ser humano en general está sujeto a la opinión de otros, o de los medios de comunicación. Son pocos los que seriamente tratan de establecer una opinión propia sobre algo o alguien. Por otro lado, hay muchos que sí lo hacen, pero luego temen de hacer público su punto de vista en relación a cualquier cosa, por recelo “al qué dirán” y aceptan ciegamente lo que opina y piensa la masa.
            Con respecto al arte y a la literatura es lo mismo. Recién cuando un personaje conocido y respetado (no sé porqué) nombra públicamente alguna obra, haciendo una crítica favorable, la gente se inclina a darle oídos, a un escritor por ejemplo, que sin el parloteo de los medios pasaría desapercibido; por más buenas que sean sus obras. Pasa lo mismo con la pintura. ¿Cuántos pintores buenos tenemos en nuestro país, que por falta de medios no pueden darse a conocer? Los pintores famosos de la actualidad son muy pocos. Los demás son simples adeptos que viven entre sombras, anhelando que algún día alguien importante de la sociedad se tropiece con sus obras, lo elogie, y mejor todavía, lo compre. Porque si un fulano renombrado  compró o  nombró un libro o una obra de arte, la cosa gana otro tinte: el afeite de la importancia social.
            Muy parecido a este fenómeno que se da cuando alguna obra es mencionada favorablemente por los medios de prensa, ocurre cuando un escritor, pintor o artista muere. Y si la muerte es trágica, o si el individuo en cuestión falleció aun siendo joven, más relevancia tiene. Ahí sí, todos lo elogian, cubren su túmulo de laureles, pronuncian palabras desgarradoras y recitan epitafios que al pobre prójimo ya no le tocará los oídos. ¿Por qué no se le dijo todo eso cuando aún estaba vivo? ¿Por qué no se le dio la debida importancia a sus obras cuando aún había  oportunidad de intercambiar ideas con aquella mente brillante?
Tratemos de loar las obras de escritores y artistas mientras viven. Tomémonos el tiempo de leer las publicaciones de los autores ahora; apreciemos las obras de los pintores hoy y por su belleza, no después, cuando ya sea tarde y nuestro respeto y admiración sea tan sólo el eco de una mención de honor póstuma.
            ¡En vida hermano, en vida!

Janina Bradler

miércoles, 23 de mayo de 2012

Parece que fue ayer


Las calles del pueblo estaban transformadas en un espeso lodazal colorado después del chaparrón estival. Era uno de aquellos aguaceros veraniegos que caían con precisión de reloj; a las tres de la tarde. Uno de estos temporales que se forman como de la nada y tan pronto como se desatan, también terminan y al rato el sol caliente provoca vaharadas  que envuelven todo en la redonda con sus velos húmedos. Al fresco aparente que había dejado la lluvia, le seguía un calor abrumador que aplastaba el alma.
 Las mujeres sacaban el agua que había entrado con el viento, inundando los aleros y zaguanes, a escobazos limpios mientras que los chicos jugaban descalzos en los charcos que se habían formado en el patio o en las calles. El barro rojo les salpicaba las piernas y la ropa, dejando manchas que a veces ni a palo salían al lavar las prendas. Pero ya la gente estaba acostumbrada a esta particularidad de la tierra colorada del Alto Paraná y rara vez se veía una persona vestida de blanco. El blanco estaba reservado para las novias, las quinceañeras o para un angelito. Y lo vestían las monjas salesianas que trabajaban en la comunidad.
 En una de esas tardes, después del chaparrón, casi todos los pobladores fueron a ver a un angelito. Una niñita de apenas un año, que había muerto en el vecindario, victima del tan temido “Mal de siete días”, En la entrada a la casa el tradicional “limpiazapatos”, un machete viejo encastrado en dos mojoncitos de madera, servía para raspar el lodo que a cada paso se pegaba a los pies descalzos o a los zapatos; un barro compacto y consistente que le hacía crecer a uno  varios centímetros en altura.
 Debajo del pequeño alero de la casa de madera, el angelito, sentado y atado a una sillita, aguardaba en su catafalco adornado de flores y de velas blancas a las personas que venían a dar sus pésames y a dejar algún aporte; en dinero, en velas o en forma de comestibles: coquitos, galletitas dulces, azúcar y yerba para elaborar el tradicional cocido quemado que se les ofrecía a los dolientes. Cuando llegaba alguien, las mujeres entonaban su triste llanto, todas vestidas de negro, para luego cortar abruptamente su quejar, recayendo en el monótono canto del Santo Rosario. Las personas se acercaban a la sillita del angelito y acariciaban las manitas entrelazadas, pidiendo alguna gracia. En unas pocas horas mas se cerraría el féretro, cubriendo para siempre el rostro maquillado del pequeño angelito y todos se encaminaban rumbo al cementerio donde la niñita encontraría su última morada. Después la vida seguiría igual. La madre de la niña, una mujer muy joven, tendría otros hijos y la tristeza se disiparía con el transcurrir del  tiempo.
De vuelta a los hogares, comenzaban los preparativos para la cena, aprovechando los últimos rayos del sol, porque cuando oscurecía, tan solo  había velas para iluminar las estancias o lámparas de kerosene.  En algunos casos, las más potentes lámparas “Aladin” o un “Sol de Noche” que aumentaba su potencia mediante un mecanismo de presión.
 Casi todos los lugareños tenían, al lado del portón de entrada, una tablita clavada a un poste, donde se colocaban una o dos botellas vacías de caña, cerradas con un corcho hecho de un marlo. Eran las botellas que al día siguiente, muy temprano, el lechero cambiaría por otras, llenas de leche fresca, recién ordeñada. Pero las botellas tenían que ser de “Aristócrata”, siendo que en éstas, de vidrio transparente, cabía exactamente un litro. Entre muchos otros que se dedicaban a vender productos de la chacra, había un gringo flaco de cabellos oscuros, que recorría pacientemente las calles con su carrito tirado por una mula marrón. La mula paraba por si sola en cada portón, conocía el recorrido a ciegas, aguantando con estoicismo los golpes del pértigo cuando el gringo bajaba para depositar las botellas o para pesar unos quilos de mandioca con la vieja romana a resorte. Porque él no sólo repartía leche, también llevaba mandioca o frutas de estación; como naranjas o mandarinas.
En el mercado, bien en el centro del pueblo, desde muy temprano el movimiento era intenso. Las mujeres ofrecían verduras y frutas mientras que la sierra y el cuchillo del carnicero trabajaban sin cesar. Frente a él, una larga fila de amas de casa y alguna que otra  niña con platos enlozados en mano, esperaban su turno para llevar al hogar el pedazo de carne: la porción para un día. Un ritual que se repetía a diario, pues nadie tenía heladera como para guardarla de un día para el otro. Las tradicionales fiambreras servían sólo para almacenar las galletas, el tarro con la leche hervida, la mandioca y algún resto de comida, salvaguardándolo de las hormigas y de las moscas.
Alrededor del mercado, unos pocos almacenes de ramos generales abrían sus puertas, ofertando los productos que vendían. Enseres para la casa y el campo, yerba, galletas, fideos, harina, azúcar y arroz a granel. Las mujeres usaban sus bolsones de compra donde se guardaban las cosas, envueltas en papel blanco o gris que muchas veces durante el regreso a las casas se rajaba, esparciendo su contenido entre las demás cosas que estaban en el fondo del bolsón. Cargar con las compras no era tarea fácil, y muchas veces se volcaba la botella de aceite o se resbalaba la carne del plato, llegando a la cocina rebozado de barro o polvo colorado.
Los domingos todos iban a la misa. No por último, para alcanzar el famoso “kuatia”, firmado por el Pa’i, para poder retirar las provistas de la Cáritas: Leche y huevo en polvo y un queso de un color amarillo oscuro que era una exquisitez. Llevando ese papelito con la firma tan codiciada, se conseguían hasta cinco litros de aceite. Con esto, los huevos y la leche en polvo, la tortilla de todos los días estaba asegurada. La gente formaba filas interminables para recibir los aportes y era un festín para grandes y chicos. En aquella época no se conocían las bolsitas de polietileno que hoy en día  emplastan las calles y el empedrado porque todo el mundo las tira, ni bien llegan a la casa y el viento se encarga de transportarlas por los aires como pandorgas infladas; en aquellos días las mujeres llevaban bolsones y en ellos transportaban las compras o lo que sea.
Otra originalidad de aquella época era el macatero. ¡Ay, que fiesta cuando llegaba! A pie o al lomo de un caballo, iba  de casa en casa, trayendo en sus maletas abarrotadas hasta lo inimaginable. Ropa, maquillaje, perfumes, ungüentos, hebillas, hasta ollas y sartenes, hilos,  agujas y cortes de tela para pantalones o vestidos. Entre manteles y sabanas se encontraban medias y cordones, rosarios y velas. Cuando vaciaba sus bultos, posaba entre sus riquezas, digno de un mercader persa en un gran bazar oriental.
Un día a la semana se hacía “Minga”. Los hombres trabajaban en grupos, limpiando terrenos o cavando pozos con el lema: “Hoy por mi, mañana por ti”, así de simple. Y las mujeres se reunían en la Seccional Colorada para elaborar manualidades y a coser.
Con el pasar de los años los viejos almacenes cedieron, dando paso a modernos supermercados; donde antes funcionaba el Gran Mercado, hoy por hoy, una plaza invita a descansar en sus bancos bajo la sombra de una tupida arboleda. La casa de la antigua Administración fue derribada y en su lugar una moderna edificación hoy es el Centro Cultural. El antiguo Centro de Salud, una construcción de rudas tablas, se transformó en un imponente edificio con varios aleros y dependencias. Frente a él, donde un bosque tupido cubría toda la manzana, se levanta orgulloso un templo y un gran colegio. Las calles asfaltadas soportan un incesante tránsito vehicular y flamantes semáforos regulan el tráfico de autos, camiones, motos y transportes escolares.
El gringo que antes repartía sus productos frescos con su carrito mulero, hoy es uno de los grandes terratenientes del lugar y recorre el pueblo, a pesar de su avanzada edad, manejando su vehiculo que tiene mucho mas caballos de fuerza que su carro de antaño. La madre de aquel angelito, juega con sus nietos y ya nadie realiza trabajos en “Minga”. Todos trabajan para si en ese pueblo que fue arrollado por el progreso y por la era cibernética, transformándose en una ciudad de neón.
 Carteles luminosos, tiendas modernas y restaurantes destacan el demodé  del entorno. Pasaron más de cuarenta largos años y sin embargo…… Parece que fue ayer

Janina Bradler

domingo, 20 de mayo de 2012

La Burbuja


La Burbuja
La casa duerme su sueño de abandono y misterio. El césped, prolijamente cortado del lado de ambos vecinos, en contraste abismal con el jardín abandonado que rodea al caserío amarillo con sus ventanales ciegos de suciedad, polvo y telarañas. En el garaje se encarroñan dos vehículos cubiertos de tierra y de los excrementos de las aves, que encontraron aquí un refugio nocturno. Los autos ya fueron el blanco de algunos chicos que durante el día se aventuraron en invadir la propiedad inerme a golpe de pedradas. Los vidrios rotos de algunas ventanas y los parabrisas rajados, lo evidencian al igual que algunos graffiti que demuestran el repudio y el rechazo del vecindario. Porque esta casa tiene una historia, una historia triste, una historia ininteligible para muchos, una historia que aun sigue en la memoria y que eriza la piel. Al anochecer ya nadie quiere pasar frente al caserón amarillo y los vecinos, que aun viven a ambos lados, tratan de no ver, tratan de olvidar…..
En esta casa vivía un hombre con la vida hecha: una profesión, un trabajo, una familia. Una familia común y corriente, como tantas otras en los alrededores. Una esposa, dos hijos adolescentes. Ambos pupilos del colegio más prestigioso del entorno, buenos alumnos y buenos amigos de muchos. Con las exigencias propias de los jóvenes de hoy y del entorno en el que vivían, en un decir: buenos chicos, pero ajenos a las preocupaciones del padre; al igual que la madre, que vivía su mundo en el circulo social que la rodeaba. Nada sabía ella, ni los hijos, de las obscuras nubes que fueron amontonándose en el horizonte racional de aquel hombre con el que convivían a diario. Nada sabían de los miedos, de la ansiedad y del desasosiego que día tras día iban creciendo, envolviendo a ese hombre en las marañas impenetrables de una psique doliente.
Con cierta curiosidad y sorpresa los chicos obedecieron aquella noche fría de invierno a la orden del padre de volver temprano de una fiesta de quince años, más temprano de lo común. Ni la hija, que generalmente conseguía todo, suplicando, obtuvo el permiso de llevar a la casa a una amiga, compañera del colegio. “Vengan solos”, fue la orden. Así que volvieron a regañadientes, ella y el hermano y también la madre abandono el grupo de las amigas, habitual encuentro de los sábados, alegando una disculpa deslucida.
 ¿Se dieron cuenta, al llegar a la casa, del estado de ánimo lúgubre y desmarrido del padre, del esposo? ¿Bebieron algo, comieron algo antes de retirarse a los dormitorios? Nadie lo sabe, no hubo testigos y las paredes blancas de la casa se visten de silencio encalado. De aquellas horas solo quedaron como testimonio los mensajes de los chicos a sus compañeros, desahogando su frustración por tener que volver temprano, chateando  con los amigos.  Los celulares en mano, siguieron chateando, escuchando música, hasta que al final se durmieron, cayendo en un sueño profundo; ellos y la madre. ¿Era un sueño inducido con somníferos? Nadie lo supo decir jamás, porque así como se durmieron, el  jardinero los encontró a la mañana siguiente: fríos y muertos, asfixiados por las manos del padre, por las manos del esposo. ¿Se habrían defendido?  No había señal de alguna lucha. Yacían en sus camas, los rostros azules, en el cuello las marcas de los dedos que los ahorcaron. Y el hombre, el asesino, el loco, yacía ensangrentado al lado de la cama de su hijo, el ultimo al que él había asesinado, entre los dedos una navaja con la cual se había cortado las venas y un celular con el que había llamado al jardinero y una carta, manchada de sangre:….”No quiero que a mis hijos y a mi esposa alguna vez les llegue a faltar algo. Mi situación económica ya no me permite mantener esta vida que llevamos y mis hijos viven ajenos a la realidad… viven en una burbuja. Muero con ellos, es la única solución que tengo”….

 El hombre sobrevivió al intento del suicidio y ahora él vive en una burbuja, en la burbuja de la locura y de la demencia. En una enajenación total a la realidad, sin sentir remordimientos o dolor; encerrado tras las rejas, nunca entenderá lo que hizo o lo que paso en aquella noche y la verdad, nosotros, los vecinos, también seguimos sin entender.
                                                                                                         Janina Bradler                                                      

jueves, 17 de mayo de 2012

Las piedras de la montaña


Las Piedras de la montaña

Amo las piedras.
Grandes, pequeñas
aquellas que bajan
rodando las cuestas
cuando ruge la montaña,
se estremece
la sierra.
Son negras algunas
otras coloradas,
hasta las hay
con matices
nacarados.
Cubren los lechos
deshidratados
de arroyos y ríos
que surcan los valles
de los majestuosos y
augustos Andes.
Cada una de ellas
cuenta una historia
de tiempos pasados,
de indómitos pueblos
de la  montaña nativos
y de sacrilegios
por los invasores
cometidos.
¿Serán los rojos
teñidos de sangre?
¿Simbolizan las negras
la atrocidades?
Entonces me inclino yo a pensar
que las nacaradas
redimen con dulzura
tan lacerante y profundo pesar,
reflejando en sus cristales
luces brillantes
del centelleo solar.
Y se vuelven en mis manos
gemas preciosas
de un milenar.
Adornan rincones
traen recuerdos
de viajes lejanos
de mucho andar;
y en mis jardines
forman, simbolizan
eternidades rocosas
de la cordillera:
de los Andes impar.

jueves, 10 de mayo de 2012

Ecos del Taller Literario Bilingüe




El Otoño

            Tímidamente el Guayaivi esta tiñendo su follaje verde oscuro con matices amarronados, casi de color herrumbre y el Kokú se viste de amarillo claro.  Son las primeras señales de nuestro otoño en Paraguay. En algunos patios y jardines, los crespones y los perales también se visten con su follaje otoñal, un poquito más colorido y vistoso. Están lejos de poder competir con la explosión de colores en otros países, como en Europa o en el sur de Argentina y Chile en esta época del año, pero sin embargo dan aquel toque de quietud, de pequeña muerte, a las frescas mañanas de Marzo.
 El equinoccio le da la bienvenida al otoño en nuestro hemisferio donde se conjuga con la Semana Santa. La naturaleza, que se cubre con velos de pasividad y de reposo, preparándose para el invierno, transmite ese sosiego a los humanos. Ya los calores del verano se han ido, el cielo, después de algunas lluvias, extiende su bóveda celeste con una nitidez infinita, alegrando los corazones y elevando el espíritu. Es Semana Santa: tiempo de reflexiones, vida en familia, reuniones alrededor del tatacua donde se dora la chipa y de donde el Día del Jueves Santo surge el suculento y tradicional asado de carne de cerdo; tradiciones otoñales de nuestra gente, porque el Viernes Santo nadie prende fuego, nadie habla en voz alta, nadie hace ni escucha música y los adultos reprenden a los chicos si estos hacen algún ruido cuando inocentemente se dedican a sus juegos de siempre.
 Hasta las tres de la tarde todo es silencio, un silencio otoñal, un silencio de Semana Santa…… bueno, así fue al menos hasta hace unas décadas atrás en nuestro país. Hoy por hoy, en vano el otoño trata de recordar a la gente que llega una época de descanso, que llega la Semana Santa, que llega un tiempo de reflexión y de quietud. Las fiestas del carnaval van hasta mucho más allá del Miércoles de Ceniza, las discotecas siguen funcionando, fiestas se siguen celebrando. Pasan los vehículos con monstruosos equipos de sonido, haciendo vibrar el diafragma de todo transeúnte, contaminando e interrumpiendo el silencio de la naturaleza de forma brutal e inhumana; o tal vez, sea justamente muy, pero muy humano. Ningún animal irracional se comportaría así.
La violencia con la cual se impone el ruido es despiadada, despiadada al igual que la propia gente. Nadie piensa en que tal vez a uno que otro le molesta lo que ellos llaman “música”.  Transitan con sus vehículos equipados con cajas, buffers y demás yerba frente a hospitales, recorren los barrios, se juntan en las estaciones de servicio; no respetan horarios, mucho menos Semana Santa. Y el otoño, que en otros tiempos resaltaba el silencio de la Pascua, queda visible y audible tan solo en el recuerdo de  algunos; aquellos que hoy sufren con el ruido violento que trae consigo el progreso, el desarrollo y  la democracia; porque hoy en día, por democracia se entiende que cada cual puede hacer lo que quiere y cuando quiere. Y las viejas tradiciones, la  celebración de la Semana Santa durante la quietud otoñal, no son más que quimeras del pasado. Ya no existen los “Temikuaa” de antaño que con su respeto a la naturaleza y el miramiento a las cosas, imponían la obediencia y el orden a los demás… y si es que en algún lugar aun se conservan con sus viejos códigos, el ajetreo y la agitación del mundo actual no les permite ni a ellos regocijarse con la calma que es propia de esta época del año. El bullicio y el fragor arrasan hasta con el propio otoño…………..



                                                                                               Janina Bradler

viernes, 27 de abril de 2012




Oda a las aves del Paraguay

De las riberas del Ypoá  
se elevan las garzas
surcando el cielo
bóveda celeste, guaraní.
Lejano suena
el canto sutil
de los hijos del sol,
Kuarahy-Mimbi.

El Ipequí
la Cigüeña soberbia y
el Tuyuyú,
con airosas zancadas
cruzan arrogantes
las altas gramillas
que orillan
el agua;
desde la costa del chaparro boscaje
el Ipacaá canta,
entona sus coplas,
anunciando
chubascos.

Sorteando las hojas del
camalotal
Aguapé-hasô
detiene su andar
para encontrar
entre verdes hojas
un yatyta,
suculento manjar.
Desde una rama
Se lanza al agua
cual una flecha tornasolada
y con furor,
Martín Pescador.

Chajá, Garza Mora,
el Yabirú;
todos habitan esteros
y lagunas,
mientras en los montes
profundos, oscuros,
el Jaku guasu
y el Tatapuá,
dividen el suelo
boscoso terreno,
con el Muitú.

Canta a lo lejos
con melancolía
el Guayrapu,
y entre los chaqueños matorrales
corre  Ñandú,
la Charata
y el Ynambú.
El cuervillo en las cañadas
Viudita blanca, las Golondrinas
y los Cardenales
con su trinar,
son integrantes
primordiales
de esta sinfónica aviar.

En los lugares
donde al crepúsculo
canta melódico
el Corochiré,
lo reemplaza
en noche profunda
el Guaymingue.
Y en medio suena,
igual a una pena,
la canción afligida del
Urutaú.
Al borde selvoso
de los caminos callados
donde
posa silencioso
el Yvyja’u,
entre el ramaje
espeso y frondoso
va de cacería
el Ñacurutú.


Cuando amanece,
y ya adormece
en su tacurú
el Caburé,
se estremecen
las avecillas
en las campiñas:
El Bendito sea
y Yeruti
cantan, solfean,
trinan
y volotea
en redor de las flores
el Mainumby.
Gua’ases y loros
con gran alboroto
trepan, parlotean,
invaden los bosques
buscando semillas
de Naranja Hay.

Anó y Piririta
ruidosos Gorriones,
el TeroTero
la mansa paloma,
la ratonera
y el Pitogüé,
forman parte
del vivaz plumaje
de todas las aves;
trabaja el hornero
canta el Chiricó.
Navegan
cruzando
el azur de los cielos,
allá en lo alto
los Yryvu.
Y muy silencioso
aventurado y
azaroso
surca el aire
el Taguató.

Janina Bradler

lunes, 23 de abril de 2012

Rincón del poeta





La Ley

Están hablando de sinalefa,
decasílabos, diptongos y ley;
ley, que según ellos
todo poeta
debe tener.
Me rompo el coco,
se calientan las orejas
porque –dicen ellos-
es justo eso
lo que hay que hacer.
Voy buscando, escudriñando
los recovecos de mi ser.
No encuentro respuesta,
tan solo inercia
por doquier…….
Sin embargo.. si nadie reclama,
nadie presiona,
así, sin forzar…
Las palabras fluyen,
brotan y germinan…..
sin buscar.
Pero husmeando, tantear, preguntando
los vocablos, los verbos
la dicción y el habla
huyen del seso
dejándolo inerte
pasivo,
inactivo.
Totalmente yerto.

martes, 3 de abril de 2012

Cosas de vecindario


Fosforito de San Juan


            Las ramas largas de la liana cubrían el cerco. En cascadas caían los brotes nuevos que ahora en el próximo mes de Junio se cubrirían con florecillas color naranja fuego; una de las flores mas llamativas de la flora autóctona que con sus cálices ordenados en racimos, dan un toque otoñal al paisaje porque esta planta crece con predilección al borde de los caminos, cubriendo los barrancos o trepando por viejas cercas y hasta allá arriba, a la copa de los arboles añosos que aun quedan como mudos centinelas entre los grandes sojales de la zona.
            Hoy encontré a mi liana triste, muerta. Los brotes mustios, caídos. La mano despiadada del obrero del vecino (porque no fue el jardinero) corto las ramas implacablemente - para hacer lugar-, dijo.
 Ya no habrá flores este año; no habrá una cascada de fuego naranja amenizando el invierno paraguayo, haciendo alusión a la fiesta de San Juan; al menos no en mi jardín. Florecerán en otros lugares donde no les alcance la mano atroz de algún trabajador que poco o nada ve en plantas silvestres. Aquel que limpia su terreno para plantar frutos que alimentan al estomago, no a la vista y al alma. Pero, yo pregunto:  ¿Y la liana de mi cerco? ¿Acaso estaba molestando? ¿Ahora los vecinos que plantaran? Aburridos setos verdes que necesitan de la poda cada dos por tres y que solamente tienen la triste función de separar a un vecino del otro. Nada de alegres flores, de picaros brotes, que con sus zarcillos buscan donde agarrarse. Solo queda un alambrado pelado con ramas secas, el saldo callado y triste de la ignorancia………

jueves, 2 de febrero de 2012

Viaje al pasado

Una calle de arena colorada en la Colonia Friesland y una imagen del Río Tapiracuay. Esta colonia esta ubicada en el Departamento San Pedro, al Noroeste del Paraguay. Una colonia que este año festeja 75 años de existencia y donde viví durante algunos años de mi infancia. Muchas cosas cambiaron, no así la esencia de los moradores; sus costumbres, su idiosincrasia y la religión quedaron intactas, a pesar de las antenas parabólicas, el acceso a Internet y autos modernos que reemplazan los tradicionales ca-chapes tirados por caballos. Las amas de casa siguen elaborando sus panes, hacen embutidos caseros y todos se conocen entre si. Aunque existan discrepancias entre una familia y la otra, hacia afuera son unidos, formando así una barrera protectora contra cualquier intruso, salvaguardando de esa manera su integridad social y religiosa. Una colonia digna de visitar. El Hotel "Tannenhof", con un ambiente muy familiar, mima a sus huéspedes con una atención calida y personalizada, siempre velando por el bienestar y el entretenimiento de las visitas. En el supermercado de la Cooperativa se encuentra todo lo necesario y en la Administración el visitante se sorprende con una biblioteca bien surtida de libros en alemán; ademas se pueden adquirir rompecabezas de la marca "Ravensburg", así como juegos de mesa en general, hermosos calendarios artísticos y las informaciones acerca de la colonia y sus alrededores. A pocos kilómetros del centro se encuentra el balneario del Río Tapiracuay con sus aguas cristalinas que bañan los esteros inmensos de la zona. En verano, el lugar de encuentro de los lugareños donde a la sombra de los arboles están dispuestos bancos y mesas para saborear un rico asado en familia o con amigos. Eso si, el lugar es restringido y solo se accede con previo aviso en la Administración que luego entrega la llave para el portón de acceso. Para todas aquellas personas que se interesen en conocer una colonia menonita, este lugar es muy recomendable. A 150 kilómetros de Asunción, por ruta asfaltada, se llega muy rápido, disfrutando de paisajes únicos en campo abierto donde aun pueden observarse garzas y cigüeñas y ranchos adormecidos a la sombra de unos cocoteros y a orillas de tajamares y arroyos....................... 

jueves, 12 de enero de 2012

Año del Dragón


Un feliz comienzo a todos y que el Dragón nos proteja. Gracias a todos los que visitaron mi blog, es muy gratificante encontrar  banderas nuevas en el flagcounter o ver que las visitas de algunos países aumentan. Espero poder entretenerlos durante este año con cosas nuevas, los propósitos abundan.¡ Feliz Año Nuevo a todos !