Alegoría al Bicentenario

Alegoría al Bicentenario
Alegoria al Bicentenario: Grito de la libertad
"De medico y loco, todos tenemos un poco" Tal vez, de artista también. Al menos hoy en día, cuando es tan fácil acceder a cursos, materiales, etc. Y la verdad, dando una vueltita por las paginas de nuestros diarios, encontramos siempre alguna propuesta para visitar galerías, exposiciones individuales, colectivas, y nombres nuevos que surgen. Algunos quedan, otros desaparecen. Hace casi 20 años que me dedico a la pintura al oleo. Participe de algunas exposiciones, hice una individual, hace dos años, y bueno, ahora me decidí a entrar a ese mundo fascinante de los "bloggers". Mis motivos favoritos son los caballos y los paisajes, tanto del Paraguay, como también de otros lugares. De a poquito compartiré con ustedes mis obras. Siempre trato de que mis cuadros cuenten alguna historia, o sea, que no sean meramente decorativos.Quiero darle al espectador la posibilidad de adentrarse en un paisaje, sentir el sol caliente nuestro que se refleja en caminos arenosos,la sombra refrescante que brinda un viejo árbol al costado de un sendero en un campo abierto. Así que, : BIENVENIDOS A MI MUNDO

miércoles, 23 de mayo de 2012

Parece que fue ayer


Las calles del pueblo estaban transformadas en un espeso lodazal colorado después del chaparrón estival. Era uno de aquellos aguaceros veraniegos que caían con precisión de reloj; a las tres de la tarde. Uno de estos temporales que se forman como de la nada y tan pronto como se desatan, también terminan y al rato el sol caliente provoca vaharadas  que envuelven todo en la redonda con sus velos húmedos. Al fresco aparente que había dejado la lluvia, le seguía un calor abrumador que aplastaba el alma.
 Las mujeres sacaban el agua que había entrado con el viento, inundando los aleros y zaguanes, a escobazos limpios mientras que los chicos jugaban descalzos en los charcos que se habían formado en el patio o en las calles. El barro rojo les salpicaba las piernas y la ropa, dejando manchas que a veces ni a palo salían al lavar las prendas. Pero ya la gente estaba acostumbrada a esta particularidad de la tierra colorada del Alto Paraná y rara vez se veía una persona vestida de blanco. El blanco estaba reservado para las novias, las quinceañeras o para un angelito. Y lo vestían las monjas salesianas que trabajaban en la comunidad.
 En una de esas tardes, después del chaparrón, casi todos los pobladores fueron a ver a un angelito. Una niñita de apenas un año, que había muerto en el vecindario, victima del tan temido “Mal de siete días”, En la entrada a la casa el tradicional “limpiazapatos”, un machete viejo encastrado en dos mojoncitos de madera, servía para raspar el lodo que a cada paso se pegaba a los pies descalzos o a los zapatos; un barro compacto y consistente que le hacía crecer a uno  varios centímetros en altura.
 Debajo del pequeño alero de la casa de madera, el angelito, sentado y atado a una sillita, aguardaba en su catafalco adornado de flores y de velas blancas a las personas que venían a dar sus pésames y a dejar algún aporte; en dinero, en velas o en forma de comestibles: coquitos, galletitas dulces, azúcar y yerba para elaborar el tradicional cocido quemado que se les ofrecía a los dolientes. Cuando llegaba alguien, las mujeres entonaban su triste llanto, todas vestidas de negro, para luego cortar abruptamente su quejar, recayendo en el monótono canto del Santo Rosario. Las personas se acercaban a la sillita del angelito y acariciaban las manitas entrelazadas, pidiendo alguna gracia. En unas pocas horas mas se cerraría el féretro, cubriendo para siempre el rostro maquillado del pequeño angelito y todos se encaminaban rumbo al cementerio donde la niñita encontraría su última morada. Después la vida seguiría igual. La madre de la niña, una mujer muy joven, tendría otros hijos y la tristeza se disiparía con el transcurrir del  tiempo.
De vuelta a los hogares, comenzaban los preparativos para la cena, aprovechando los últimos rayos del sol, porque cuando oscurecía, tan solo  había velas para iluminar las estancias o lámparas de kerosene.  En algunos casos, las más potentes lámparas “Aladin” o un “Sol de Noche” que aumentaba su potencia mediante un mecanismo de presión.
 Casi todos los lugareños tenían, al lado del portón de entrada, una tablita clavada a un poste, donde se colocaban una o dos botellas vacías de caña, cerradas con un corcho hecho de un marlo. Eran las botellas que al día siguiente, muy temprano, el lechero cambiaría por otras, llenas de leche fresca, recién ordeñada. Pero las botellas tenían que ser de “Aristócrata”, siendo que en éstas, de vidrio transparente, cabía exactamente un litro. Entre muchos otros que se dedicaban a vender productos de la chacra, había un gringo flaco de cabellos oscuros, que recorría pacientemente las calles con su carrito tirado por una mula marrón. La mula paraba por si sola en cada portón, conocía el recorrido a ciegas, aguantando con estoicismo los golpes del pértigo cuando el gringo bajaba para depositar las botellas o para pesar unos quilos de mandioca con la vieja romana a resorte. Porque él no sólo repartía leche, también llevaba mandioca o frutas de estación; como naranjas o mandarinas.
En el mercado, bien en el centro del pueblo, desde muy temprano el movimiento era intenso. Las mujeres ofrecían verduras y frutas mientras que la sierra y el cuchillo del carnicero trabajaban sin cesar. Frente a él, una larga fila de amas de casa y alguna que otra  niña con platos enlozados en mano, esperaban su turno para llevar al hogar el pedazo de carne: la porción para un día. Un ritual que se repetía a diario, pues nadie tenía heladera como para guardarla de un día para el otro. Las tradicionales fiambreras servían sólo para almacenar las galletas, el tarro con la leche hervida, la mandioca y algún resto de comida, salvaguardándolo de las hormigas y de las moscas.
Alrededor del mercado, unos pocos almacenes de ramos generales abrían sus puertas, ofertando los productos que vendían. Enseres para la casa y el campo, yerba, galletas, fideos, harina, azúcar y arroz a granel. Las mujeres usaban sus bolsones de compra donde se guardaban las cosas, envueltas en papel blanco o gris que muchas veces durante el regreso a las casas se rajaba, esparciendo su contenido entre las demás cosas que estaban en el fondo del bolsón. Cargar con las compras no era tarea fácil, y muchas veces se volcaba la botella de aceite o se resbalaba la carne del plato, llegando a la cocina rebozado de barro o polvo colorado.
Los domingos todos iban a la misa. No por último, para alcanzar el famoso “kuatia”, firmado por el Pa’i, para poder retirar las provistas de la Cáritas: Leche y huevo en polvo y un queso de un color amarillo oscuro que era una exquisitez. Llevando ese papelito con la firma tan codiciada, se conseguían hasta cinco litros de aceite. Con esto, los huevos y la leche en polvo, la tortilla de todos los días estaba asegurada. La gente formaba filas interminables para recibir los aportes y era un festín para grandes y chicos. En aquella época no se conocían las bolsitas de polietileno que hoy en día  emplastan las calles y el empedrado porque todo el mundo las tira, ni bien llegan a la casa y el viento se encarga de transportarlas por los aires como pandorgas infladas; en aquellos días las mujeres llevaban bolsones y en ellos transportaban las compras o lo que sea.
Otra originalidad de aquella época era el macatero. ¡Ay, que fiesta cuando llegaba! A pie o al lomo de un caballo, iba  de casa en casa, trayendo en sus maletas abarrotadas hasta lo inimaginable. Ropa, maquillaje, perfumes, ungüentos, hebillas, hasta ollas y sartenes, hilos,  agujas y cortes de tela para pantalones o vestidos. Entre manteles y sabanas se encontraban medias y cordones, rosarios y velas. Cuando vaciaba sus bultos, posaba entre sus riquezas, digno de un mercader persa en un gran bazar oriental.
Un día a la semana se hacía “Minga”. Los hombres trabajaban en grupos, limpiando terrenos o cavando pozos con el lema: “Hoy por mi, mañana por ti”, así de simple. Y las mujeres se reunían en la Seccional Colorada para elaborar manualidades y a coser.
Con el pasar de los años los viejos almacenes cedieron, dando paso a modernos supermercados; donde antes funcionaba el Gran Mercado, hoy por hoy, una plaza invita a descansar en sus bancos bajo la sombra de una tupida arboleda. La casa de la antigua Administración fue derribada y en su lugar una moderna edificación hoy es el Centro Cultural. El antiguo Centro de Salud, una construcción de rudas tablas, se transformó en un imponente edificio con varios aleros y dependencias. Frente a él, donde un bosque tupido cubría toda la manzana, se levanta orgulloso un templo y un gran colegio. Las calles asfaltadas soportan un incesante tránsito vehicular y flamantes semáforos regulan el tráfico de autos, camiones, motos y transportes escolares.
El gringo que antes repartía sus productos frescos con su carrito mulero, hoy es uno de los grandes terratenientes del lugar y recorre el pueblo, a pesar de su avanzada edad, manejando su vehiculo que tiene mucho mas caballos de fuerza que su carro de antaño. La madre de aquel angelito, juega con sus nietos y ya nadie realiza trabajos en “Minga”. Todos trabajan para si en ese pueblo que fue arrollado por el progreso y por la era cibernética, transformándose en una ciudad de neón.
 Carteles luminosos, tiendas modernas y restaurantes destacan el demodé  del entorno. Pasaron más de cuarenta largos años y sin embargo…… Parece que fue ayer

Janina Bradler

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