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Alegoría al Bicentenario
viernes, 30 de noviembre de 2012
"A la salida del Pueblo" oleo sobre lienzo
El Rosario de marfil
Con el tercer canto del gallo, Martín Orue
se levanto. Hoy seria su gran día. Hoy iría a la ciudad por primera vez. No era
una ciudad cualquiera, no. Era una ciudad fronteriza, una ciudad convergente de
tres fronteras. Comercial, bulliciosa y aventurada. Martín Orue estaba lleno de
expectativas. El hecho de que le llevaría casi un día entero en llegar a su
destino, tomando tres colectivos diferentes, aumentaba aun más sus esperanzas.
¿Quien sabe, si allí, durante el viaje no encontraría a personas interesantes?
¿Quizás un compañero con las mismas ambiciones, o tal vez una mujer
interesante? “Cuídate de las mujeres de la ciudad,” le había dicho su madre, la
vieja Apolonia, viuda de Orue. “Las mujeres allí son diferentes, no son buenas.”
“Y vuelve para la semana santa”, agrego luego.
Martín se reía bajito al recordar las palabras y las preocupaciones de la
madre. Mientras sacaba agua del pozo para lavarse la cara, parecía escuchar su
voz, aquella voz algo quejumbrosa que
daba las indicaciones de buenos modales a su hijo menor, antes de que este se
aventurara a salir de la casa, del pueblo, donde toda su familia vivía por
generaciones.
Martín era el último de los hijos de
los Orue. Los siete hermanos; tres mujeres y cuatro varones, se habían casado,
ya tenían familia. El del medio, José, era el eterno quebranto de la madre. Y
las pocas veces que había tenido un trabajo decente para mantener su mujer y
los tres hijos, fue una lechada de cal para su oficio predilecto: el abigeato.
Todos los estancieros en la redonda ya habían sido sus victimas, pero José
“trabajaba” con astucia; siempre regalaba carne a los mas pobres de la villa,
al comisario, al jefe de la
Seccional en el pueblo y hasta a veces, un buen trozo para
asado le llegaba a Don Colman, el acopiador y dueño del almacén mas grande. De esa manera,
José conseguía coartadas y la vista gorda de la policía y, para el pesar de la
viuda Orue, Martín admiraba las hazañas del hermano y sus artimañas. Tal vez
por eso, ella no objeto en contra del viaje de Martín a la ciudad, apoyándolo
hasta con bastante dinero que José, benevolentemente le solía regalar; dinero
que ella jamás uso, porque decía que era sucio. Lo único que ella si usaba
siempre, también un regalo de José, era un rosario de marfil. Ese rosario José
le compro en Buenos Aires, la única vez que trabajo fuera del país, de forma
legal y decente.
Cuando Martín llego a la ciudad
fronteriza, se quedo maravillado con el espectáculo que a diario esta ciudad
despliega con su transito alocado, los innumerables mesiteros que ofrecen sus mercaderías,
el incesante ir y venir de turistas y compradores extranjeros. Nada tenia de
parecido esto con la placidez aburrida de su pueblo; aquí, en esta ciudad,
reinaba la omnipotente deidad del dinero, la codicia y la ambición. Aquí el encontraría
con toda seguridad un trabajo del cual su madre podía estar orgullosa y con el
dinero que el ganaría, bien podría competir por fin con José, su hermano, que
siempre dejaba entrever que el era el único que le obsequiaba regalos costosos
a la madre, las hermanas y hermanos. Generalmente eran cosas innecesarias y en
vez de instalarle a la mama un sistema de agua corriente para facilitarle la
vida, le llevaba perfumes y santos. También le regalo una cocina a gas, pero
nunca le volvió a llenar la garrafa, y cuando el gas termino, la cocina fue a
parar debajo del alero de paja y en su horno anidaban las gallinas. Todo eso
recordaba Martín mientras observaba atónito las transitadas calles.
Los bocinazos y el ruido de los
motores le mareaban, pero estaba feliz. Pronto entablo una conversación con un
hombre que le pareció confiable. Un cambista que durante algunos minutos venia
observando al muchacho, barajando rápidamente sus posibilidades de ganarse un
extra con ese joven. Con avidez se percato de que era carne nueva, nunca lo había
visto por allí y toda la expresión del muchacho delataba su naturaleza de
novato. Con una sonrisa jovial le estrecho la mano, le dio unas palmadas de
camarada en el hombro y a pocos minutos a Martín le pareció conocerlo desde
siempre. El cambista le ofreció mostrarle un departamento en uno de los barrios
mas alejados del centro y Martín acepto. Acepto el precio de alquiler del
apartamento, las cervecitas frías que le ofreció el cambista y finalmente se
hizo socio de el, entregándole el resto del dinero que tenia. El cambista lo esperaría
al día siguiente en el lugar donde horas antes se habían conocido y Martín ya podía
sentir entre los dedos los billetes que se deslizaban, sentía el olor del dinero
y entre los velos de cerveza que le iban nublando la vista, antes de caer en
profundo sueño, vio la cara feliz de su madre y escucho las voces de los
hermanos que le felicitaban por sus logros.
Martín jamás volvió a encontrar al cambista. Ni sabia el nombre y a los
otros cambistas de la zona, su búsqueda desesperada les resulto graciosa. Entre
risas y burlas Martín deambulaba entre ellos, hasta que uno le dijo que deje de
fastidiar y que se busque un trabajo. ¡Un trabajo! ¡Claro que si! Si para eso
el había venido. La palabra trabajo despertó en el nuevas esperanzas y empezó
con la batida. Ya bien avanzado el día y con el estomago retorcido del hambre, Martín
se desplomo sobre un banco de hormigón. Había golpeado muchas puertas, hablo
con tanta gente, vio tantas cosas, tanta gente trabajando, descargando,
cargando cajas con electrónicos que el nunca había visto antes, pero trabajo,
trabajo no consiguió. En su cabeza giraba un remolino de pensamientos de culpa,
de miedo y de frustración. Un chipero que pasaba con su canasta casi vacía, debió
haber visto la desesperación en la mirada del joven y le regalo un chipa. Martín
murmuro un “muchas gracias” y con el primer mordisco que trago, trago también
la amarga experiencia de ser objetivo de caridad de otra persona.
Al atardecer volvió al departamento. Cabizbajo y desecho, sin trabajo y con
hambre, se acerco a la puerta, buscando en sus bolsillos la llave cuando de
pronto una voz chillona le arranco de su enajenación. Frente a el, una mujer
gorda y vestida de rojo, las manos apalancadas en la cintura, lo miraba de
arriba para abajo, haciendo una mueca despreciativa.
“Así que vos sos el nuevo inquilino”, dijo finalmente y luego le estrecho
la mano abierta y con tono de comandante de cuartel ordeno:
“Dame la llave”. Martín deposito con dedos temblorosos la llave en aquella
mano reclamante y luego retrocedió unos pasos. Esa mujer lo asustaba. La de
rojo se volvió para abrir la puerta y antes de que Martín pudo preguntarse a si
mismo que era lo que ella pretendía, volvió a escuchar la vos comandona:
“Apúrate y saca tus cosas, ese apartamento ahora es mío” y con un gesto
imperioso invito a Martín a acatar la orden. La protesta de este se le murió en
los labios ante tanta autoridad y asustado como un conejo cazado por un perro,
entro y junto sus maletas, saliendo a las corridas. La risa fragorosa de aquella mujer siguió en sus oídos
por varias cuadras, hasta que finalmente llego al mismo banco de hormigón donde
ya había estado al medio día. Pero ahora ya casi nadie estaba en la redonda.
Los mesiteros desaparecieron como por arte de magia. Montones de basura y de
cajas vacías de cartón o isopor colmaban
las veredas y algunos perros hambrientos, igual que el, husmeaban entre los
desperdicios que a lo largo del día tiro la gente. Ni remotamente este panorama
recordaba al de la tarde anterior, cuando Martín piso por primera vez el
pavimento de aquellas calles y veredas. Y ni remotamente el ánimo de Martín era
el mismo como el del día anterior. Resignado, usando su maleta como almohada, Martín
se acostó en el banco duro y frío. Un perro se le acerco, olfateándole la mano
que aun tenía aroma de chipa y con un suspiro hondo Martín le dio una palmada
en la cabeza;
“Quizás mañana, vos y yo, tengamos mas suerte”, dijo en voz baja y luego
cruzo los brazos por debajo de la cabeza y encandilado por las luces de neon de
los grandes paneles de propaganda y de la luz de los faroles, cerro los ojos
cansados y afiebrados. –O tal vez mañana vuelvo a casa- pensó, antes de caer en
un sueño inquieto y azorado.
Varias semanas pasaron y Martín encontró changas aquí, changas allí y de
cuando en cuando un compañero de trabajo lo invitaba a pasar la noche en su
casa y así podía dormir, si bien no en una cama, pero por lo menos en un colchón
tirado al piso. Otras veces una mujer vestida de rojo compartía un colchón con
el, pero luego desaparecía y después venia otra. Y si nadie le ofrecía lugar
para dormir, pasaba las noches en su banco de siempre, acompañado por los
perros que ahora que Martín tenía un poquito de dinero, siempre recibían de sus
manos algún resto de comida. Al anochecer ya lo esperaban y lo saludaban
alegres, luego se echaban al suelo alrededor del banco, como velando el sueño
de su amo, callejero como ellos.
Las cosas cambiaron cuando Martín conoció
a un muchacho que en horas de la noche descargaba contenedores. Se hicieron
amigos, y al poco tiempo Martín también
descargaba camiones y contenedores en el centro de la ciudad cuando ya todos
los negocios estaban cerrados y las calles estaban vacías. Muy pronto Martín aprendió
y como los otros, reservaba clandestinamente una que otra mercadería para
venderla al día siguiente en las calles, a un precio bastante inferior al de
los negocios. Recibía su salario regularmente, compro ropas, un celular y en
cuanto pudo, cambio su banco de hormigón por un apartamento bonito en los
suburbios de la ciudad.
De su gente el no sabia nada. Si
bien sabia que José tenia un teléfono celular, el desconocía el numero o no lo
recordaba. Así que se quedo con las ganas de querer saber algo de su familia, o
tal vez ni quiso saber. Junto algún dinero y cuando se aproximo la semana
santa, decidió ir a visitar a su madre. Aquel Martín, que meses atrás llego a
la ciudad con cara de novato, embelesado por el
bullicio y el neon, desapareció entre las garras de un despiadado
destino. Pero como el ave fénix, que renace de las cenizas, también Martín renació.
Se hizo fuerte, habilidoso y actuaba con astucia. La venta de las cosas robadas
le dejaba un buen saldo todos los días. Y mujeres gordas, vestidas de rojo,
nunca más lo intimidaron. A veces recordaba los consejos de la vieja Apolonia y
un ribete de remordimiento se quería apoderar de el. Pero Martín no permitió que esas sensaciones se prolongaran
y poco a poco iban cesando, desapareciendo por completo y también desapareció
su benevolencia que solía tener con los perros y que durante algunos días le
seguían esperando al atardecer, al lado del banco de hormigón.
Martín experimentaba orgullo cuando recorría con la vista las cajas
apiladas con electrónicos que guardaba en su habitación. También había
perfumes, prendas de vestir y calzados. De entre estas últimas cosas eligió
algo para la madre, las hermanas y en especial para José y emprendió el viaje
de regreso a su pueblo. Cerró muy bien la puerta, con candado adicional y todo,
no sin antes esconder las cajas debajo de la cama y debajo de la mesa que
estaba cubierta con un gran mantel floreado.
Era Jueves Santo cuando llego al pueblo. Al bajarse del colectivo, se topo
con una fila interminable de gente que le seguía caminando a un féretro negro,
adornado con rosas y orquídeas blancas de seda, igual a las flores que el a
veces descargo de los camiones en medio de la noche. Entre las personas el llego a reconocer a
algunas y quiso saludar, pero los ojos llorosos con sus miradas de reproche
silenciaron su boca. Intrigado le pregunto a un chico que vendía golosinas en
la parada del micro.
“Murió la vieja Apolonia de la
Villa ”, contesto el muchachito, limpiándose los mocos con el
dorso de la mano porque estaba tremendamente resfriado. “La viejita murió ayer,
después de ver las noticias en la tele de su hijo José. No se bien lo que paso,
pero dicen que ella reconoció a otro hijo suyo que vivía en la frontera y ahora
lo busca la policía porque dicen que robo muchas cosas.” El chico quería seguir
contando, orgulloso de poder informarle al extraño, pero ya Martín no lo
escuchaba. Agarrando un atajo que conocía desde niño, cruzo casi corriendo el
campo y llego exhausto a la casita donde el y la madre vivieron los últimos
años. En el umbral de la puerta lo esperaban los hombres uniformados y los
paquetes que Martín llevaba en las manos se cayeron al suelo. La vista se le
nublo de lágrimas y cayo sobre rodillas. Allí, en el suelo, medio cubierto de
polvo y arena, estaba tirado el rosario de su madre, el rosario de marfil y el
lo agarro con las dos manos, como queriendo encontrar en esa reliquia amparo y
consuelo. Cuando le esposaron los policías, de sus dedos entrelazados colgaba
el crucifijo y el metal frío rozo sus dedos.
La ciudad amaneció con el bullicio de siempre. Una fina llovizna caía en
blancos velos y difusamente se veían las siluetas de los edificios en la pálida
luz de la madrugada. Martín se despertó lentamente; todo el cuerpo le dolía de
frío y humedad. Uno de los perros dormía acurrucado a su lado, encima del banco
de hormigón y la hebilla de su viejo collar le raspaba la muñeca.
viernes, 3 de agosto de 2012
domingo, 1 de julio de 2012
miércoles, 27 de junio de 2012
“Como yo lo
siento”
Amo a los pueblos
que me rodean
-no sus
Gobiernos-
Y como hija
nieta, bisnieta
de inmigrantes
pioneros,
no me veo
como reza
en mi papeleo;
donde consta
y se subraya:
Que soy
Paraguaya.
Hoy, más que
nunca,
Una ilusión mía
se trunca.
Yo que me sentía
perteneciente
a tanta gente:
A los pueblos,
mis vecinos
Brasileños,
Argentinos.
Los Bolivianos
y aun aquellos
de nuestras
fronteras
mas lejanos:
Creí que todos
tan solo somos
una hermandad
americana.
Pero basta que
tan solo
la gerencia
de uno de los
pueblos
quebrante
el mando,
mancillando
la regencia de su
presidencia….
-la amistad de
los pueblos
ya no cuenta-
Los gobiernos
americanos en un
acto
se levantan,
formando un
pacto.
En acalorados,
patosos debates
desgarran
los endebles
lazos
de la democracia.
Fingiendo ser
justos
e infalibles
dan sus opiniones
insensibles
y se comportan
como soldados:
¡Son centinelas
no deseados!
Se respaldan en algún
documento
en un momento
por todos
firmado.
El poder
gubernativo
del facineroso país
altivo
es masacrado y
juzgado
con insultos
e inculpación.
Y aquellos que en
verdad
lo pagan
son el pueblo
y la nación.
La alevosa
marrullería
desde siempre
lleva el rostro
velado,
y los pueblos
que se creen
hermanos,
están a merced
de su emboscada.
Janina Bradler
miércoles, 13 de junio de 2012
Reflexión
En vida hermano,
en vida...
“Cuando vos te mueras, mamá,
nosotros nos volveremos ricos”, me suelen decir mis hijos. A mi pregunta, la
respuesta es elocuente: “Porque cuando mueras, tus cuadros valdrán una
fortuna”.
A lo largo de la historia de
escritores, artistas y pintores; el velo misterioso de la muerte siempre tiende
a enaltecer trascendentalmente tanto a la obra como a su autor. No por último,
porque después de muerto, ni el autor, ni el pintor, ni el artista, seguirá
publicando, actuando o pintando y, efectivamente, lo último que fue publicado,
será indefectiblemente lo último. Ya no habrá más. Ya nunca. Y eso creo que es
algo irremediable. Pero, hay algo en todo esto que merece ser analizado a
fondo.
El ser humano en general está sujeto
a la opinión de otros, o de los medios de comunicación. Son pocos los que
seriamente tratan de establecer una opinión propia sobre algo o alguien. Por
otro lado, hay muchos que sí lo hacen, pero luego temen de hacer público su
punto de vista en relación a cualquier cosa, por recelo “al qué dirán” y
aceptan ciegamente lo que opina y piensa la masa.
Con respecto al arte y a la
literatura es lo mismo. Recién cuando un personaje conocido y respetado (no sé
porqué) nombra públicamente alguna obra, haciendo una crítica favorable, la
gente se inclina a darle oídos, a un escritor por ejemplo, que sin el parloteo
de los medios pasaría desapercibido; por más buenas que sean sus obras. Pasa lo
mismo con la pintura. ¿Cuántos pintores buenos tenemos en nuestro país, que por
falta de medios no pueden darse a conocer? Los pintores famosos de la
actualidad son muy pocos. Los demás son simples adeptos que viven entre
sombras, anhelando que algún día alguien importante de la sociedad se tropiece
con sus obras, lo elogie, y mejor todavía, lo compre. Porque si un fulano
renombrado compró o nombró un libro o una obra de arte, la cosa
gana otro tinte: el afeite de la importancia social.
Muy parecido a este fenómeno que se
da cuando alguna obra es mencionada favorablemente por los medios de prensa,
ocurre cuando un escritor, pintor o artista muere. Y si la muerte es trágica, o
si el individuo en cuestión falleció aun siendo joven, más relevancia tiene.
Ahí sí, todos lo elogian, cubren su túmulo de laureles, pronuncian palabras
desgarradoras y recitan epitafios que al pobre prójimo ya no le tocará
los oídos. ¿Por qué no se le dijo todo eso cuando aún estaba vivo? ¿Por qué no
se le dio la debida importancia a sus obras cuando aún había oportunidad de intercambiar ideas con aquella
mente brillante?
Tratemos de loar
las obras de escritores y artistas mientras viven. Tomémonos el tiempo de leer
las publicaciones de los autores ahora; apreciemos las obras de los pintores
hoy y por su belleza, no después, cuando ya sea tarde y nuestro respeto y admiración
sea tan sólo el eco de una mención de honor póstuma.
¡En vida hermano, en vida!
Janina Bradler
miércoles, 23 de mayo de 2012
Parece que fue ayer
Las calles del pueblo estaban transformadas en un espeso lodazal colorado
después del chaparrón estival. Era uno de aquellos aguaceros veraniegos que
caían con precisión de reloj; a las tres de la tarde. Uno de estos temporales
que se forman como de la nada y tan pronto como se desatan, también terminan y
al rato el sol caliente provoca vaharadas
que envuelven todo en la redonda con sus velos húmedos. Al fresco
aparente que había dejado la lluvia, le seguía un calor abrumador que aplastaba
el alma.
Las mujeres sacaban el agua que
había entrado con el viento, inundando los aleros y zaguanes, a escobazos
limpios mientras que los chicos jugaban descalzos en los charcos que se habían
formado en el patio o en las calles. El barro rojo les salpicaba las piernas y
la ropa, dejando manchas que a veces ni a palo salían al lavar las prendas.
Pero ya la gente estaba acostumbrada a esta particularidad de la tierra
colorada del Alto Paraná y rara vez se veía una persona vestida de blanco. El
blanco estaba reservado para las novias, las quinceañeras o para un angelito. Y
lo vestían las monjas salesianas que trabajaban en la comunidad.
En una de esas tardes, después del
chaparrón, casi todos los pobladores fueron a ver a un angelito. Una niñita de
apenas un año, que había muerto en el vecindario, victima del tan temido “Mal
de siete días”, En la entrada a la casa el tradicional “limpiazapatos”, un
machete viejo encastrado en dos mojoncitos de madera, servía para raspar el
lodo que a cada paso se pegaba a los pies descalzos o a los zapatos; un barro
compacto y consistente que le hacía crecer a uno varios centímetros en altura.
Debajo del pequeño alero de la casa
de madera, el angelito, sentado y atado a una sillita, aguardaba en su
catafalco adornado de flores y de velas blancas a las personas que venían a dar
sus pésames y a dejar algún aporte; en dinero, en velas o en forma de
comestibles: coquitos, galletitas dulces, azúcar y yerba para elaborar el
tradicional cocido quemado que se les ofrecía a los dolientes. Cuando llegaba
alguien, las mujeres entonaban su triste llanto, todas vestidas de negro, para
luego cortar abruptamente su quejar, recayendo en el monótono canto del Santo
Rosario. Las personas se acercaban a la sillita del angelito y acariciaban las
manitas entrelazadas, pidiendo alguna gracia. En unas pocas horas mas se
cerraría el féretro, cubriendo para siempre el rostro maquillado del pequeño
angelito y todos se encaminaban rumbo al cementerio donde la niñita encontraría
su última morada. Después la vida seguiría igual. La madre de la niña, una
mujer muy joven, tendría otros hijos y la tristeza se disiparía con el
transcurrir del tiempo.
De vuelta a los hogares, comenzaban los preparativos para la cena,
aprovechando los últimos rayos del sol, porque cuando oscurecía, tan solo había velas para iluminar las estancias o
lámparas de kerosene. En algunos casos, las más potentes lámparas “Aladin” o un “Sol de
Noche” que aumentaba su potencia mediante un mecanismo de presión.
Casi todos los lugareños tenían, al
lado del portón de entrada, una tablita clavada a un poste, donde se colocaban
una o dos botellas vacías de caña, cerradas con un corcho hecho de un marlo.
Eran las botellas que al día siguiente, muy temprano, el lechero cambiaría por
otras, llenas de leche fresca, recién ordeñada. Pero las botellas tenían que
ser de “Aristócrata”, siendo que en éstas, de vidrio transparente, cabía
exactamente un litro. Entre muchos otros que se dedicaban a vender productos de
la chacra, había un gringo flaco de cabellos oscuros, que recorría
pacientemente las calles con su carrito tirado por una mula marrón. La mula
paraba por si sola en cada portón, conocía el recorrido a ciegas, aguantando
con estoicismo los golpes del pértigo cuando el gringo bajaba para depositar
las botellas o para pesar unos quilos de mandioca con la vieja romana a
resorte. Porque él no sólo repartía leche, también llevaba mandioca o frutas de
estación; como naranjas o mandarinas.
En el mercado, bien en el centro del pueblo, desde muy temprano el
movimiento era intenso. Las mujeres ofrecían verduras y frutas mientras que la
sierra y el cuchillo del carnicero trabajaban sin cesar. Frente a él, una larga
fila de amas de casa y alguna que otra
niña con platos enlozados en mano, esperaban su turno para llevar al
hogar el pedazo de carne: la porción para un día. Un ritual que se repetía a
diario, pues nadie tenía heladera como para guardarla de un día para el otro.
Las tradicionales fiambreras servían sólo para almacenar las galletas, el tarro
con la leche hervida, la mandioca y algún resto de comida, salvaguardándolo de
las hormigas y de las moscas.
Alrededor del mercado, unos pocos almacenes de ramos generales abrían sus
puertas, ofertando los productos que vendían. Enseres para la casa y el campo,
yerba, galletas, fideos, harina, azúcar y arroz a granel. Las mujeres usaban
sus bolsones de compra donde se guardaban las cosas, envueltas en papel blanco
o gris que muchas veces durante el regreso a las casas se rajaba, esparciendo
su contenido entre las demás cosas que estaban en el fondo del bolsón. Cargar
con las compras no era tarea fácil, y muchas veces se volcaba la botella de
aceite o se resbalaba la carne del plato, llegando a la cocina rebozado de
barro o polvo colorado.
Los domingos todos iban a la misa. No por último, para alcanzar el famoso
“kuatia”, firmado por el Pa’i, para poder retirar las provistas de la Cáritas : Leche y huevo en
polvo y un queso de un color amarillo oscuro que era una exquisitez. Llevando
ese papelito con la firma tan codiciada, se conseguían hasta cinco litros de
aceite. Con esto, los huevos y la leche en polvo, la tortilla de todos los días
estaba asegurada. La gente formaba filas interminables para recibir los aportes
y era un festín para grandes y chicos. En aquella época no se conocían las
bolsitas de polietileno que hoy en día
emplastan las calles y el empedrado porque todo el mundo las tira, ni
bien llegan a la casa y el viento se encarga de transportarlas por los aires
como pandorgas infladas; en aquellos días las mujeres llevaban bolsones y en
ellos transportaban las compras o lo que sea.
Otra originalidad de aquella época era el macatero. ¡Ay, que fiesta cuando
llegaba! A pie o al lomo de un caballo, iba
de casa en casa, trayendo en sus maletas abarrotadas hasta lo
inimaginable. Ropa, maquillaje, perfumes, ungüentos, hebillas, hasta ollas y
sartenes, hilos, agujas y cortes de tela
para pantalones o vestidos. Entre manteles y sabanas se encontraban medias y
cordones, rosarios y velas. Cuando vaciaba sus bultos, posaba entre sus
riquezas, digno de un mercader persa en un gran bazar oriental.
Un día a la semana se hacía “Minga”. Los hombres trabajaban en grupos,
limpiando terrenos o cavando pozos con el lema: “Hoy por mi, mañana por ti”,
así de simple. Y las mujeres se reunían en la Seccional Colorada
para elaborar manualidades y a coser.
Con el pasar de los años los viejos almacenes cedieron, dando paso a
modernos supermercados; donde antes funcionaba el Gran Mercado, hoy por hoy,
una plaza invita a descansar en sus bancos bajo la sombra de una tupida
arboleda. La casa de la antigua Administración fue derribada y en su lugar una
moderna edificación hoy es el Centro Cultural. El antiguo Centro de Salud, una
construcción de rudas tablas, se transformó en un imponente edificio con varios
aleros y dependencias. Frente a él, donde un bosque tupido cubría toda la
manzana, se levanta orgulloso un templo y un gran colegio. Las calles
asfaltadas soportan un incesante tránsito vehicular y flamantes semáforos
regulan el tráfico de autos, camiones, motos y transportes escolares.
El gringo que antes repartía sus productos frescos con su carrito mulero,
hoy es uno de los grandes terratenientes del lugar y recorre el pueblo, a pesar
de su avanzada edad, manejando su vehiculo que tiene mucho mas caballos de
fuerza que su carro de antaño. La madre de aquel angelito, juega con sus nietos
y ya nadie realiza trabajos en “Minga”. Todos trabajan para si en ese pueblo
que fue arrollado por el progreso y por la era cibernética, transformándose en
una ciudad de neón.
Carteles luminosos, tiendas modernas y
restaurantes destacan el demodé del
entorno. Pasaron más de cuarenta largos años y sin embargo…… Parece que fue
ayer
Janina Bradler
domingo, 20 de mayo de 2012
La Burbuja
La casa duerme su sueño de abandono y misterio. El césped, prolijamente
cortado del lado de ambos vecinos, en contraste abismal con el jardín
abandonado que rodea al caserío amarillo con sus ventanales ciegos de suciedad,
polvo y telarañas. En el garaje se encarroñan dos vehículos cubiertos de tierra
y de los excrementos de las aves, que encontraron aquí un refugio nocturno. Los
autos ya fueron el blanco de algunos chicos que durante el día se aventuraron
en invadir la propiedad inerme a golpe de pedradas. Los vidrios rotos de
algunas ventanas y los parabrisas rajados, lo evidencian al igual que algunos graffiti
que demuestran el repudio y el rechazo del vecindario. Porque esta casa tiene
una historia, una historia triste, una historia ininteligible para muchos, una
historia que aun sigue en la memoria y que eriza la piel. Al anochecer ya nadie
quiere pasar frente al caserón amarillo y los vecinos, que aun viven a ambos
lados, tratan de no ver, tratan de olvidar…..
En esta casa vivía un hombre con la vida hecha: una profesión, un trabajo,
una familia. Una familia común y corriente, como tantas otras en los
alrededores. Una esposa, dos hijos adolescentes. Ambos pupilos del colegio más
prestigioso del entorno, buenos alumnos y buenos amigos de muchos. Con las
exigencias propias de los jóvenes de hoy y del entorno en el que vivían, en un
decir: buenos chicos, pero ajenos a las preocupaciones del padre; al igual que
la madre, que vivía su mundo en el circulo social que la rodeaba. Nada sabía
ella, ni los hijos, de las obscuras nubes que fueron amontonándose en el
horizonte racional de aquel hombre con el que convivían a diario. Nada sabían
de los miedos, de la ansiedad y del desasosiego que día tras día iban
creciendo, envolviendo a ese hombre en las marañas impenetrables de una psique
doliente.
Con cierta curiosidad y sorpresa los chicos obedecieron aquella noche fría
de invierno a la orden del padre de volver temprano de una fiesta de quince
años, más temprano de lo común. Ni la hija, que generalmente conseguía todo,
suplicando, obtuvo el permiso de llevar a la casa a una amiga, compañera del
colegio. “Vengan solos”, fue la orden. Así que volvieron a regañadientes, ella
y el hermano y también la madre abandono el grupo de las amigas, habitual
encuentro de los sábados, alegando una disculpa deslucida.
¿Se dieron cuenta, al llegar a la
casa, del estado de ánimo lúgubre y desmarrido del padre, del esposo? ¿Bebieron
algo, comieron algo antes de retirarse a los dormitorios? Nadie lo sabe, no
hubo testigos y las paredes blancas de la casa se visten de silencio encalado.
De aquellas horas solo quedaron como testimonio los mensajes de los chicos a
sus compañeros, desahogando su frustración por tener que volver temprano,
chateando con los amigos. Los celulares en mano, siguieron chateando, escuchando
música, hasta que al final se durmieron, cayendo en un sueño profundo; ellos y
la madre. ¿Era un sueño inducido con somníferos? Nadie lo supo decir jamás,
porque así como se durmieron, el jardinero los encontró a la mañana siguiente: fríos
y muertos, asfixiados por las manos del padre, por las manos del esposo. ¿Se
habrían defendido? No había señal de
alguna lucha. Yacían en sus camas, los rostros azules, en el cuello las marcas
de los dedos que los ahorcaron. Y el hombre, el asesino, el loco, yacía
ensangrentado al lado de la cama de su hijo, el ultimo al que él había
asesinado, entre los dedos una navaja con la cual se había cortado las venas y
un celular con el que había llamado al jardinero y una carta, manchada de
sangre:….”No quiero que a mis hijos y a mi esposa alguna vez les llegue a
faltar algo. Mi situación económica ya no me permite mantener esta vida que
llevamos y mis hijos viven ajenos a la realidad… viven en una burbuja. Muero
con ellos, es la única solución que tengo”….
El hombre sobrevivió al intento del
suicidio y ahora él vive en una burbuja, en la burbuja de la locura y de la
demencia. En una enajenación total a la realidad, sin sentir remordimientos o
dolor; encerrado tras las rejas, nunca entenderá lo que hizo o lo que paso en
aquella noche y la verdad, nosotros, los vecinos, también seguimos sin
entender.
Janina Bradler
jueves, 17 de mayo de 2012
Las piedras de la montaña
Las Piedras de la montaña
Amo las piedras.
Grandes, pequeñas
aquellas que
bajan
rodando las
cuestas
cuando ruge la
montaña,
se estremece
la sierra.
Son negras
algunas
otras coloradas,
hasta las hay
con matices
nacarados.
Cubren los lechos
deshidratados
de arroyos y ríos
que surcan los
valles
de los
majestuosos y
augustos Andes.
Cada una de ellas
cuenta una
historia
de tiempos
pasados,
de indómitos
pueblos
de la montaña nativos
y de sacrilegios
por los invasores
cometidos.
¿Serán los rojos
teñidos de sangre?
¿Simbolizan las
negras
la atrocidades?
Entonces me
inclino yo a pensar
que las nacaradas
redimen con
dulzura
tan lacerante y
profundo pesar,
reflejando en sus
cristales
luces brillantes
del centelleo
solar.
Y se vuelven en
mis manos
gemas preciosas
de un milenar.
Adornan rincones
traen recuerdos
de viajes lejanos
de mucho andar;
y en mis jardines
forman,
simbolizan
eternidades
rocosas
de la cordillera:
de los Andes
impar.
jueves, 10 de mayo de 2012
Ecos del Taller Literario Bilingüe
El Otoño
Tímidamente el Guayaivi esta tiñendo su
follaje verde oscuro con matices amarronados, casi de color herrumbre y el Kokú
se viste de amarillo claro. Son las
primeras señales de nuestro otoño en Paraguay. En algunos patios y jardines,
los crespones y los perales también se visten con su follaje otoñal, un poquito
más colorido y vistoso. Están lejos de poder competir con la explosión de
colores en otros países, como en Europa o en el sur de Argentina y Chile en
esta época del año, pero sin embargo dan aquel toque de quietud, de pequeña
muerte, a las frescas mañanas de Marzo.
El equinoccio le da la bienvenida al
otoño en nuestro hemisferio donde se conjuga con la Semana Santa. La naturaleza,
que se cubre con velos de pasividad y de reposo, preparándose para el invierno,
transmite ese sosiego a los humanos. Ya los calores del verano se han ido, el
cielo, después de algunas lluvias, extiende su bóveda celeste con una nitidez
infinita, alegrando los corazones y elevando el espíritu. Es Semana Santa: tiempo
de reflexiones, vida en familia, reuniones alrededor del tatacua donde se dora
la chipa y de donde el Día del Jueves Santo surge el suculento y tradicional
asado de carne de cerdo; tradiciones otoñales de nuestra gente, porque el
Viernes Santo nadie prende fuego, nadie habla en voz alta, nadie hace ni
escucha música y los adultos reprenden a los chicos si estos hacen algún ruido
cuando inocentemente se dedican a sus juegos de siempre.
Hasta las tres de la tarde todo es
silencio, un silencio otoñal, un silencio de Semana Santa…… bueno, así fue al
menos hasta hace unas décadas atrás en nuestro país. Hoy por hoy, en vano el
otoño trata de recordar a la gente que llega una época de descanso, que llega la Semana Santa , que llega un
tiempo de reflexión y de quietud. Las fiestas del carnaval van hasta mucho más allá
del Miércoles de Ceniza, las discotecas siguen funcionando, fiestas se siguen
celebrando. Pasan los vehículos con monstruosos equipos de sonido, haciendo
vibrar el diafragma de todo transeúnte, contaminando e interrumpiendo el
silencio de la naturaleza de forma brutal e inhumana; o tal vez, sea justamente
muy, pero muy humano. Ningún animal irracional se comportaría así.
La violencia con la cual se impone el ruido es despiadada, despiadada al
igual que la propia gente. Nadie piensa en que tal vez a uno que otro le
molesta lo que ellos llaman “música”.
Transitan con sus vehículos equipados con cajas, buffers y demás yerba
frente a hospitales, recorren los barrios, se juntan en las estaciones de servicio;
no respetan horarios, mucho menos Semana Santa. Y el otoño, que en otros
tiempos resaltaba el silencio de la
Pascua , queda visible y audible tan solo en el recuerdo de algunos; aquellos que hoy sufren con el ruido
violento que trae consigo el progreso, el desarrollo y la democracia; porque hoy en día, por
democracia se entiende que cada cual puede hacer lo que quiere y cuando quiere.
Y las viejas tradiciones, la celebración
de la Semana Santa
durante la quietud otoñal, no son más que quimeras del pasado. Ya no existen
los “Temikuaa” de antaño que con su respeto a la naturaleza y el miramiento a
las cosas, imponían la obediencia y el orden a los demás… y si es que en algún
lugar aun se conservan con sus viejos códigos, el ajetreo y la agitación del mundo
actual no les permite ni a ellos regocijarse con la calma que es propia de esta
época del año. El bullicio y el fragor arrasan hasta con el propio otoño…………..
Janina Bradler
viernes, 27 de abril de 2012
Oda a las aves del Paraguay
De las riberas del Ypoá
se elevan las garzas
surcando el cielo
bóveda celeste, guaraní.
Lejano suena
el canto sutil
de los hijos del sol,
Kuarahy-Mimbi.
El Ipequí
el Tuyuyú,
con airosas zancadas
cruzan arrogantes
las altas gramillas
que orillan
el agua;
desde la costa del chaparro boscaje
el Ipacaá canta,
entona sus coplas,
anunciando
chubascos.
Sorteando las hojas del
camalotal
Aguapé-hasô
detiene su andar
para encontrar
entre verdes hojas
un yatyta,
suculento manjar.
Desde una rama
Se lanza al agua
cual una flecha tornasolada
y con furor,
Martín Pescador.
Chajá, Garza Mora,
el Yabirú;
todos habitan esteros
y lagunas,
mientras en los montes
profundos, oscuros,
el Jaku guasu
y el Tatapuá,
dividen el suelo
boscoso terreno,
con el Muitú.
Canta a lo lejos
con melancolía
el Guayrapu,
y entre los chaqueños matorrales
corre Ñandú,
y el Ynambú.
El cuervillo en las cañadas
Viudita blanca, las Golondrinas
y los Cardenales
con su trinar,
son integrantes
primordiales
de esta sinfónica aviar.
En los lugares
donde al crepúsculo
canta melódico
el Corochiré,
lo reemplaza
en noche profunda
el Guaymingue.
Y en medio suena,
igual a una pena,
la canción afligida del
Urutaú.
Al borde selvoso
de los caminos callados
donde
posa silencioso
el Yvyja’u,
entre el ramaje
espeso y frondoso
va de cacería
el Ñacurutú.
Cuando amanece,
y ya adormece
en su tacurú
el Caburé,
se estremecen
las avecillas
en las campiñas:
El Bendito sea
y Yeruti
cantan, solfean,
trinan
y volotea
en redor de las flores
el Mainumby.
Gua’ases y loros
con gran alboroto
trepan, parlotean,
invaden los bosques
buscando semillas
de Naranja Hay.
Anó y Piririta
ruidosos Gorriones,
el TeroTero
la mansa paloma,
la ratonera
y el Pitogüé,
forman parte
del vivaz plumaje
de todas las aves;
trabaja el hornero
canta el Chiricó.
Navegan
cruzando
el azur de los cielos,
allá en lo alto
los Yryvu.
Y muy silencioso
aventurado y
azaroso
surca el aire
el Taguató.
Janina Bradler
lunes, 23 de abril de 2012
Rincón del poeta
Están hablando de sinalefa,
decasílabos, diptongos y ley;
ley, que según ellos
todo poeta
debe tener.
Me rompo el coco,
se calientan las orejas
porque –dicen ellos-
es justo eso
lo que hay que hacer.
Voy buscando, escudriñando
los recovecos de mi ser.
No encuentro respuesta,
tan solo inercia
por doquier…….
Sin embargo.. si nadie reclama,
nadie presiona,
así, sin forzar…
Las palabras fluyen,
brotan y germinan…..
sin buscar.
Pero husmeando, tantear, preguntando
los vocablos, los verbos
la dicción y el habla
huyen del seso
dejándolo inerte
pasivo,
inactivo.
Totalmente yerto.
martes, 3 de abril de 2012
Cosas de vecindario
Fosforito de San Juan
Las ramas largas de la liana cubrían el cerco. En cascadas caían los brotes nuevos que ahora en el próximo mes de Junio se cubrirían con florecillas color naranja fuego; una de las flores mas llamativas de la flora autóctona que con sus cálices ordenados en racimos, dan un toque otoñal al paisaje porque esta planta crece con predilección al borde de los caminos, cubriendo los barrancos o trepando por viejas cercas y hasta allá arriba, a la copa de los arboles añosos que aun quedan como mudos centinelas entre los grandes sojales de la zona.
Hoy encontré a mi liana triste, muerta. Los brotes mustios, caídos. La mano despiadada del obrero del vecino (porque no fue el jardinero) corto las ramas implacablemente - para hacer lugar-, dijo.
Ya no habrá flores este año; no habrá una cascada de fuego naranja amenizando el invierno paraguayo, haciendo alusión a la fiesta de San Juan; al menos no en mi jardín. Florecerán en otros lugares donde no les alcance la mano atroz de algún trabajador que poco o nada ve en plantas silvestres. Aquel que limpia su terreno para plantar frutos que alimentan al estomago, no a la vista y al alma. Pero, yo pregunto: ¿Y la liana de mi cerco? ¿Acaso estaba molestando? ¿Ahora los vecinos que plantaran? Aburridos setos verdes que necesitan de la poda cada dos por tres y que solamente tienen la triste función de separar a un vecino del otro. Nada de alegres flores, de picaros brotes, que con sus zarcillos buscan donde agarrarse. Solo queda un alambrado pelado con ramas secas, el saldo callado y triste de la ignorancia………
viernes, 24 de febrero de 2012
jueves, 2 de febrero de 2012
Viaje al pasado
Una calle de arena colorada en la Colonia Friesland y una imagen del Río Tapiracuay. Esta colonia esta ubicada en el Departamento San Pedro, al Noroeste del Paraguay. Una colonia que este año festeja 75 años de existencia y donde viví durante algunos años de mi infancia. Muchas cosas cambiaron, no así la esencia de los moradores; sus costumbres, su idiosincrasia y la religión quedaron intactas, a pesar de las antenas parabólicas, el acceso a Internet y autos modernos que reemplazan los tradicionales ca-chapes tirados por caballos. Las amas de casa siguen elaborando sus panes, hacen embutidos caseros y todos se conocen entre si. Aunque existan discrepancias entre una familia y la otra, hacia afuera son unidos, formando así una barrera protectora contra cualquier intruso, salvaguardando de esa manera su integridad social y religiosa. Una colonia digna de visitar. El Hotel "Tannenhof", con un ambiente muy familiar, mima a sus huéspedes con una atención calida y personalizada, siempre velando por el bienestar y el entretenimiento de las visitas. En el supermercado de la Cooperativa se encuentra todo lo necesario y en la Administración el visitante se sorprende con una biblioteca bien surtida de libros en alemán; ademas se pueden adquirir rompecabezas de la marca "Ravensburg", así como juegos de mesa en general, hermosos calendarios artísticos y las informaciones acerca de la colonia y sus alrededores. A pocos kilómetros del centro se encuentra el balneario del Río Tapiracuay con sus aguas cristalinas que bañan los esteros inmensos de la zona. En verano, el lugar de encuentro de los lugareños donde a la sombra de los arboles están dispuestos bancos y mesas para saborear un rico asado en familia o con amigos. Eso si, el lugar es restringido y solo se accede con previo aviso en la Administración que luego entrega la llave para el portón de acceso. Para todas aquellas personas que se interesen en conocer una colonia menonita, este lugar es muy recomendable. A 150 kilómetros de Asunción, por ruta asfaltada, se llega muy rápido, disfrutando de paisajes únicos en campo abierto donde aun pueden observarse garzas y cigüeñas y ranchos adormecidos a la sombra de unos cocoteros y a orillas de tajamares y arroyos.......................
jueves, 12 de enero de 2012
Año del Dragón
Un feliz comienzo a todos y que el Dragón nos proteja. Gracias a todos los que visitaron mi blog, es muy gratificante encontrar banderas nuevas en el flagcounter o ver que las visitas de algunos países aumentan. Espero poder entretenerlos durante este año con cosas nuevas, los propósitos abundan.¡ Feliz Año Nuevo a todos !
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