Las calles del pueblo estaban transformadas en un espeso lodazal colorado
después del chaparrón estival. Era uno de aquellos aguaceros veraniegos que
caían con precisión de reloj; a las tres de la tarde. Uno de estos temporales
que se forman como de la nada y tan pronto como se desatan, también terminan y
al rato el sol caliente provoca vaharadas
que envuelven todo en la redonda con sus velos húmedos. Al fresco
aparente que había dejado la lluvia, le seguía un calor abrumador que aplastaba
el alma.
Las mujeres sacaban el agua que
había entrado con el viento, inundando los aleros y zaguanes, a escobazos
limpios mientras que los chicos jugaban descalzos en los charcos que se habían
formado en el patio o en las calles. El barro rojo les salpicaba las piernas y
la ropa, dejando manchas que a veces ni a palo salían al lavar las prendas.
Pero ya la gente estaba acostumbrada a esta particularidad de la tierra
colorada del Alto Paraná y rara vez se veía una persona vestida de blanco. El
blanco estaba reservado para las novias, las quinceañeras o para un angelito. Y
lo vestían las monjas salesianas que trabajaban en la comunidad.
En una de esas tardes, después del
chaparrón, casi todos los pobladores fueron a ver a un angelito. Una niñita de
apenas un año, que había muerto en el vecindario, victima del tan temido “Mal
de siete días”, En la entrada a la casa el tradicional “limpiazapatos”, un
machete viejo encastrado en dos mojoncitos de madera, servía para raspar el
lodo que a cada paso se pegaba a los pies descalzos o a los zapatos; un barro
compacto y consistente que le hacía crecer a uno varios centímetros en altura.
Debajo del pequeño alero de la casa
de madera, el angelito, sentado y atado a una sillita, aguardaba en su
catafalco adornado de flores y de velas blancas a las personas que venían a dar
sus pésames y a dejar algún aporte; en dinero, en velas o en forma de
comestibles: coquitos, galletitas dulces, azúcar y yerba para elaborar el
tradicional cocido quemado que se les ofrecía a los dolientes. Cuando llegaba
alguien, las mujeres entonaban su triste llanto, todas vestidas de negro, para
luego cortar abruptamente su quejar, recayendo en el monótono canto del Santo
Rosario. Las personas se acercaban a la sillita del angelito y acariciaban las
manitas entrelazadas, pidiendo alguna gracia. En unas pocas horas mas se
cerraría el féretro, cubriendo para siempre el rostro maquillado del pequeño
angelito y todos se encaminaban rumbo al cementerio donde la niñita encontraría
su última morada. Después la vida seguiría igual. La madre de la niña, una
mujer muy joven, tendría otros hijos y la tristeza se disiparía con el
transcurrir del tiempo.
De vuelta a los hogares, comenzaban los preparativos para la cena,
aprovechando los últimos rayos del sol, porque cuando oscurecía, tan solo había velas para iluminar las estancias o
lámparas de kerosene. En algunos casos, las más potentes lámparas “Aladin” o un “Sol de
Noche” que aumentaba su potencia mediante un mecanismo de presión.
Casi todos los lugareños tenían, al
lado del portón de entrada, una tablita clavada a un poste, donde se colocaban
una o dos botellas vacías de caña, cerradas con un corcho hecho de un marlo.
Eran las botellas que al día siguiente, muy temprano, el lechero cambiaría por
otras, llenas de leche fresca, recién ordeñada. Pero las botellas tenían que
ser de “Aristócrata”, siendo que en éstas, de vidrio transparente, cabía
exactamente un litro. Entre muchos otros que se dedicaban a vender productos de
la chacra, había un gringo flaco de cabellos oscuros, que recorría
pacientemente las calles con su carrito tirado por una mula marrón. La mula
paraba por si sola en cada portón, conocía el recorrido a ciegas, aguantando
con estoicismo los golpes del pértigo cuando el gringo bajaba para depositar
las botellas o para pesar unos quilos de mandioca con la vieja romana a
resorte. Porque él no sólo repartía leche, también llevaba mandioca o frutas de
estación; como naranjas o mandarinas.
En el mercado, bien en el centro del pueblo, desde muy temprano el
movimiento era intenso. Las mujeres ofrecían verduras y frutas mientras que la
sierra y el cuchillo del carnicero trabajaban sin cesar. Frente a él, una larga
fila de amas de casa y alguna que otra
niña con platos enlozados en mano, esperaban su turno para llevar al
hogar el pedazo de carne: la porción para un día. Un ritual que se repetía a
diario, pues nadie tenía heladera como para guardarla de un día para el otro.
Las tradicionales fiambreras servían sólo para almacenar las galletas, el tarro
con la leche hervida, la mandioca y algún resto de comida, salvaguardándolo de
las hormigas y de las moscas.
Alrededor del mercado, unos pocos almacenes de ramos generales abrían sus
puertas, ofertando los productos que vendían. Enseres para la casa y el campo,
yerba, galletas, fideos, harina, azúcar y arroz a granel. Las mujeres usaban
sus bolsones de compra donde se guardaban las cosas, envueltas en papel blanco
o gris que muchas veces durante el regreso a las casas se rajaba, esparciendo
su contenido entre las demás cosas que estaban en el fondo del bolsón. Cargar
con las compras no era tarea fácil, y muchas veces se volcaba la botella de
aceite o se resbalaba la carne del plato, llegando a la cocina rebozado de
barro o polvo colorado.
Los domingos todos iban a la misa. No por último, para alcanzar el famoso
“kuatia”, firmado por el Pa’i, para poder retirar las provistas de la Cáritas : Leche y huevo en
polvo y un queso de un color amarillo oscuro que era una exquisitez. Llevando
ese papelito con la firma tan codiciada, se conseguían hasta cinco litros de
aceite. Con esto, los huevos y la leche en polvo, la tortilla de todos los días
estaba asegurada. La gente formaba filas interminables para recibir los aportes
y era un festín para grandes y chicos. En aquella época no se conocían las
bolsitas de polietileno que hoy en día
emplastan las calles y el empedrado porque todo el mundo las tira, ni
bien llegan a la casa y el viento se encarga de transportarlas por los aires
como pandorgas infladas; en aquellos días las mujeres llevaban bolsones y en
ellos transportaban las compras o lo que sea.
Otra originalidad de aquella época era el macatero. ¡Ay, que fiesta cuando
llegaba! A pie o al lomo de un caballo, iba
de casa en casa, trayendo en sus maletas abarrotadas hasta lo
inimaginable. Ropa, maquillaje, perfumes, ungüentos, hebillas, hasta ollas y
sartenes, hilos, agujas y cortes de tela
para pantalones o vestidos. Entre manteles y sabanas se encontraban medias y
cordones, rosarios y velas. Cuando vaciaba sus bultos, posaba entre sus
riquezas, digno de un mercader persa en un gran bazar oriental.
Un día a la semana se hacía “Minga”. Los hombres trabajaban en grupos,
limpiando terrenos o cavando pozos con el lema: “Hoy por mi, mañana por ti”,
así de simple. Y las mujeres se reunían en la Seccional Colorada
para elaborar manualidades y a coser.
Con el pasar de los años los viejos almacenes cedieron, dando paso a
modernos supermercados; donde antes funcionaba el Gran Mercado, hoy por hoy,
una plaza invita a descansar en sus bancos bajo la sombra de una tupida
arboleda. La casa de la antigua Administración fue derribada y en su lugar una
moderna edificación hoy es el Centro Cultural. El antiguo Centro de Salud, una
construcción de rudas tablas, se transformó en un imponente edificio con varios
aleros y dependencias. Frente a él, donde un bosque tupido cubría toda la
manzana, se levanta orgulloso un templo y un gran colegio. Las calles
asfaltadas soportan un incesante tránsito vehicular y flamantes semáforos
regulan el tráfico de autos, camiones, motos y transportes escolares.
El gringo que antes repartía sus productos frescos con su carrito mulero,
hoy es uno de los grandes terratenientes del lugar y recorre el pueblo, a pesar
de su avanzada edad, manejando su vehiculo que tiene mucho mas caballos de
fuerza que su carro de antaño. La madre de aquel angelito, juega con sus nietos
y ya nadie realiza trabajos en “Minga”. Todos trabajan para si en ese pueblo
que fue arrollado por el progreso y por la era cibernética, transformándose en
una ciudad de neón.
Carteles luminosos, tiendas modernas y
restaurantes destacan el demodé del
entorno. Pasaron más de cuarenta largos años y sin embargo…… Parece que fue
ayer
Janina Bradler