Caapucú
Contemplaciones primeras
Campos
abiertos, no tan abiertos. Dando un giro de 360 grados, hay cordilleras
boscosas que sobraron de algún cataclismo de hace millones de años. Entre
escasos 50 cm de tierra, los arboles hacen malabarismos con sus raíces, aferrándose
a la mas ínfima grieta, elevando sus ramas torcidas por el eterno viento del
norte. En ellas habitan los cuervos, las garzas y las cigüeñas y muchas otras
aves acuíferas que visitan los esteros en los meses primaverales cuando parvas
lluvias transforman el polvo en señeros lodazales. Cuando cesan los aguaceros,
ellos se van y quedan los cuervos, eternos vigilantes de los animales
moribundos o indefensas reses recién nacidas con sus debilitadas madres;
siempre están al acecho, feos como la muerte que a picotazo limpio reparten.
Al
atardecer cuando ya el sol desaparece detrás de la arboleda lejana, teñida de
añil pastel, el pastizal del campo toma un color ocre-dorado. Las palmeras
mecen sus largas hojas en el viento con destellos plateados y los caminos
arenosos, blancos, rosados, polvorientos, se pierden en la bruma vespertina. Es
una paleta de colores que sacia al alma anhelante de belleza después de una
jornada laboriosa cuando el sol cenital chamusca a la gente, a los animales y a
las plantas. Bienvenida es entonces la brisa que abanica las gramillas y
refresca las sienes del peón que con la última luz del día vuelve, a lomo de su
caballo y en compañía de su perro, desde campo adentro.
Desde el
punto de vista geológico, esa región puede que sea de suma importancia,
despertando curiosidades, dando lugar a conjeturas marcianas, a debates
precámbricos, paleozoicos, mesozoicos y cuanto más haya descubierto y nombrado
la ciencia. Pero simplificando todo se puede decir cifrada- y lacónicamente:
aquí abundan las piedras y falta el agua. Así de simple. Ah, pero hay quien
dice que dicen que agua no falta; dicen que miento. Y hasta quiero creerlo. Al
costado del camino, un terraplén que cruza el estero, canales recogen el agua
que filtra incesantemente desde las profundidades. Toneladas de piedras ya se
trago el estero. Basta que un vehículo pesado se detenga y ya se forman los
pozos por donde brota y burbujea el lodo negro, brillante y voraz. Se traga la
tierra seca, se traga las piedras y se tragaría a todo lo que se quede el
tiempo suficiente para poder devorarlo.
¿Agua?
Ah. Sí, hay agua. Me olvide.
Hay agua de estero que se reduce a un limo de
olor repugnante en época de sequía. Hay agua con sabor a mar; encerrado hace
miles de años entre capas precámbricas. Agua amarga y salada. Hay agua
cristalina que emana en caudales retrecheros de algún pozo artesiano de cientos
de metros, con sabor a hierro, saborizada con azufre como si brotara
directamente del Hades de la antigua Grecia. Y el ser humano se agacha, ahueca
las manos para recibir en ellas aquel preciado licor que da vida y Mephisto
trisca los brazos con su risa diabólica ahuyentando con un zangoloteo del rabo
a la nubecilla tímida que intentó redimir con su tenue llovizna la desilusión
humana.
Desde las profundidades del tajamar, cubierto de camalotes, emerge la
cabeza de un yacaré, declarando suyo el agua que celosamente habita con su prole.
Hay agua, pero agua, agua no hay.
A la
madrugada, antes que el viento se levanta, resuenan los coros de los Carayás
desde los montecillos. Los machos de las distintas hordas que habitan las
isletas, compiten por la merced de las hembras y por su propia valía. Ante sus
voces que crecen y amainan en un ritmo parejo, empalidecen los mejores tenores
del mundo. Dicen que, cuando cantan los monos se avecina un temporal. Pero creo
que no lo saben los monos, y tampoco lo sabe el temporal.
Cuando
despierta el viento, se callan los monos. Entre las ráfagas que despeinan las
gramillas van como perdidos los mugidos de las vacas y el balido de la majada.
Ellos sí desentonan. Algunas desafinan
como una soprano anciana que trata de reavivar sus días de gloria en
algún palco que ya no existe.
Los
perros, la cola en alto, trotan expectantes detrás de los vaqueros. En el campo
abierto encontrarán perdices, gallinetas y roedores. El día promete. El viento
trae fragancias lejanas. Cosquillea en las narices. Estornudan los caballos,
estornudan los perros. Puede que uno de ellos al atardecer no vuelva. Puede que
haya sido víctima de una yarará. Puede ser cualquiera de ellos; uno de los
canes, un peón o un caballo. La Parca, con sus manos escuálidas, echa la suerte
todos los días en esos lugares recónditos. Pero la Parca pierde, en la mayoría
de los casos.
Janina Bradler
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