Don Ramón
Un hombre de mediana estatura. De
una edad no tan bien definida, si bien algunas canas en las sienes y unas pocas
arrugas alrededor de sus ojos cuando sonríe, demuestran que ya no es un
jovencito. Pero siempre alegre, siempre servicial y atencioso.
Lo conozco desde hace ocho años. Con
su postura humilde detrás del mostrador de la sección de los cárnicos en un
pequeño supermercado, lo vi por primera vez. Toda su apariencia irradiaba
pulcritud e higiene. Los paños, con los que limpiaba el cuchillo cada vez que
cortaba un trozo de carne requerido por un cliente, blancos y limpios. Los
cambiaba a menudo. Y si nadie compraba carne, Don Ramón estaba sumamente
ocupado en desarmar y limpiar la sierra o el molino de carne. Aunque lo tuviera
que volver a usar enseguida. Y nunca contestaba con un –no hay- Siempre
encontraba algo con que satisfacer a su clientela. Recomendando un corte nuevo,
una carne de oveja recién llegada o un pernil de cerdo, jugoso y apetitoso.
Nosotras, las amas de casa, llevábamos muchas veces algo que en un principio no
habíamos tenido en mente. Y bueno, entonces, en vez del estofado, el guiso o la
milanesa, para el medio día había un pernil dorado al horno o una salsa
suculenta, hecha con la carne molida fresca y de primerísima calidad; molida
sobre la hora por Don Ramón.
El supermercado cerro, después de
algunos años. La competencia con un gigante que abrió una sucursal a poca
distancia, hacían imposible y obsoleta la subsistencia del pequeño local. En
una euforia, todos los habitantes de la zona invadían el nuevo supermercado que
ofrecía prácticamente de todo. Abierto hasta altas horas en la noche e incluso sábados,
domingos y feriados, atraía a las masas con ofertas especiales, productos
exóticos del lejano oriente y con la facilidad de poder pagar con todas las
tarjetas de crédito que el mercado local ofrece.
El pequeño supermercado donde
trabajaba nuestro amigo, se transformo en un restaurante que vende comida por
quilo. Y Don Ramón, en una esquina que fue apartada para ese fin, seguía
vendiendo carne. Con la misma amabilidad de siempre, pero con el semblante
mucho menos feliz.
Al poco tiempo, el restaurante
necesitaba de aquel espacio que ocupaba la carnicería y Don Ramón desapareció
con él. Los pormenores no me son familiares y seguramente tampoco a tantos
otros que formaban su clientela. Ahora todos íbamos al supermercado grande;
hasta incluso, la carne era mucho más barata. ¡Qué suerte la nuestra! Las cosas
no estaban como para no apreciar la oportunidad de adquirir la misma calidad en
cárnicos y embutidos por menor precio. Pero…. ¿era realmente la misma calidad?
Al principio, si. La calidad buena, el precio bueno, la atención buena. Que más
se podía pedir.
Pero como en muchos de los casos,
cuando un negocio empieza a dar
rentabilidad, la eficiencia del personal y la calidad de los productos tienden
a decaer. Aquí no fue distinto. Una vez formada una clientela segura, ya la
carne no era la misma. Y sin mencionar la falta de higiene que se hace sentir
cuando se guarda la carne por algunos días en el refrigerador y adquiere un
olor y sabor desagradable. ¿Vieron la mosca que baila su danza fecunda entre
los cortes de costilla?
Las verduras muchas veces
marchitas y la panadería incapaz de ofrecer una calidad constante y buena. En
las góndolas faltaban cada vez más las exquisiteces que en un principio
atrajeron al público y más de una vez, el sistema fallaba y no aceptaba las
tarjetas de crédito. También la atención y/o reacción de las cajeras dejó mucho
que desear. Y no tan solo de ellas. Los muchachos de la sección de carnes, las
chicas que atienden la fiambrería: o son pocas o son desinteresadas. A veces
hay tres, cuatro, cortando carne, empaquetando quesos y jamón, mientras hay una
fila de diez o más personas esperando. ¡Eso sí, esperando con una paciencia
angelical! Acá en Paraguay nos falta aprender a reclamar…
Y si por desventura alguien quiere
comprar carne molida a las diez de la mañana, un –no hay- seco y desentendido
por parte de los muchachos, afilando sus cuchillos, es la respuesta. Y… por las
dudas, ¿no podrían hacer el favor y moler un quilo o dos? La respuesta es clara
y contundente: -Ahora no hay señora- Pero, como dije: no protestamos, no
hacemos escándalo, no defendemos nuestro derecho de consumidor. Porque eso somos. Consumidores. Ya no somos clientes a
los cuales se les conoce por el nombre. A los cuales se les pregunta cómo anda
la familia, el trabajo, el perro. Y entonces nos damos la media vuelta y nos vamos,
porque diagonalmente frente al gran supermercado esta la solución para casos
como este. En un local que ya vio transitar por sus cuatro paredes un sinfín de
establecimientos como una heladería, una boutique, una tienda, abrió sus
puertas la carnicería de Don Ramón. Y allí está él de vuelta. Con su sonrisa de
siempre, con su inigualable capacidad de ofrecer y vender.
-¿Carne molida? Pero claro que sí. Y
aunque no tuviera molino, ¡a cuchillazo limpio se lo prepararía señora! ¿Cuánto
puede ser?
Y allí estamos, todas las amas de
casa de vuelta, seducidas por el trato y por los cortes de carne de Don Ramón,
el Carnicero de Ley.
Joana
1 comentario:
Muy buena historia.
Que bueno que don Ramón pudo volver al ruedo.
Muchos otros perdieron para siempre esa posibilidad.
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