Y conmigo la guardare….
La
lluvia cae sobre San Juan Bautista de las Misiones. Ya hace días. Los relámpagos parten en dos los cielos que
luego vuelven a juntarse en monumentales truenos. Hoy es martes y debo ir,
llueva o no, a gestionar algo en la ANDE. Las calles están prácticamente vacías.
Son casi las ocho de la mañana. Dejo a mi hijo en el colegio y sigo. En algún
momento vi las oficinas de nuestra administración nacional de electricidad; en algún
lugar. Recuerdo vagamente haberlas visto, instaladas como provisoriamente en
una de esas casas centenarias de las cuales hay muchas por aquí. Pero la lluvia,
con sus velos blancos y húmedos,
transforma el panorama de las calles. No reconozco el lugar y mi mala memoria me hace conducir en círculos.
Al final paro en una estación de
servicio.
“¿La
ANDE?”, pregunto al chico que está resguardándose de la lluvia por debajo del
alerón que cubre la entrada a la oficina. “Acá a la vuelta señora”, me dice,
visiblemente aliviado de que no quiero cargar combustible. Le agradezco y giro
a la derecha. Por suerte esa calle es de sentido doble. Pero ni a la vuelta, ni
a una cuadra, ni a la siguiente encuentro algo que podría ser una oficina.
La
puerta de una de las casas está abierta. Una pareja de mediana edad está
tomando mate. Acerco el auto al cordón de la vereda. No me tomo la molestia de
bajar, tan solo la ventanilla del lado del acompañante y pregunto a gritos,
tratando de superar el ruido de la lluvia, por las oficinas de la susodicha
ANDE. De inmediato me avergüenzo de haberme quedado en el auto sentada, porque
el buen hombre, mate en mano, sale a la intemperie y me señala el camino, me da
la dirección exacta. Amabilidad sanjuanina. Bueno, en la próxima me bajaré del
auto pienso, pongo la marcha en D y allá voy. Son once cuadras en dirección a
mi casa. De allí vine y estoy segura que ya había pasado dos o tres veces por
esa misma cuadra.
Llego
felizmente a destino. Hay varios vehículos frente a la oficina de la ANDE, al
lado de la Parroquia María Auxiliadora. Debo estacionar a unos cuantos metros y
me toca a mi salir a la lluvia. Ignoro el paraguas que mi hijo dejo en el
asiento trasero. Con tal, las alpargatas se mojarían igual. No son precisamente
el calzado ideal para días de lluvia.
En
la oficina hay tres personas. Una pareja, frente a frente. Ella, vestida de
uniforme, el, cebando un mate. Amablemente responden a mi saludo sin dejarse de
vista ni un solo instante. ¿Un romance que empieza o un amor que termina? No es
posible descifrarlo en ese instante, pero algo hay; algo así como esos relámpagos
allá afuera. Estáticamente cargados.
La
colega de la mujer estática, también saboreando un mate, pero a solas, me
atiende cortésmente y mi diligencia acaba tan pronto como empezó. Ya está. La próxima
vez, la facture me la llevaran a la casa que estamos alquilando. Fue apuntado en un papelito, con un lápiz de papel. Nada de
computadoras, nada de sistemas. Así de simple.
Vuelvo
a la calle, vuelvo al auto. Sigue la lluvia. Una chica cruza corriendo hacia la
otra vereda y una moto la baña con un chapuzón que levantan las ruedas. Pero
poco le importa; el agua que baja desde arriba, si bien esta más limpia, igual
moja.
Cuando
llego a casa, o mejor dicho, al portón del patio de casa, una nube parece
haberse dado cuenta de mi situación y pícaramente abre sus pórticos, inundando
todo a chorros. De arriba agua, y para bajar del coche, a cruzar raudales.
Tengo los pies helados. Definitivamente las alpargatas están hechas para tiempo
seco.
El
día siguiente amanece con una tenue llovizna y un cielo gris. Tan gris que ni
remotamente recuerdo como es un cielo azul. La única faceta positive de todo
eso es el silencio de los vecinos, o mejor dicho, el silencio de sus espantosos
equipos de sonido. Y el transportista del frente a lo mejor duerme. Porque el
equipo de su furgón no depende de un enchufe. Gracias a Dios los demás temen
las descargas eléctricas y desenchufan todo.
A eso de las once de la mañana, un pedazo de cielo azul aparece entre
los nubarrones. Mi abuela solía decir, que si cuando el pedazo de cielo azul
que aparece después de unos días de lluvia es lo grande suficiente para meter
la cabeza, acampa. Ese pedazo ahí es tan grande que entraría fácilmente la
cabeza de un elefante. Así que por fin va a parar de llover.
El
sol sale con cierta timidez. Pero es una timidez fingida. Fingida como el “no gracias
“de las chicas al invitarlas a comer un pastel; porque están a dieta. Así como
ellas devoran pastel y torta al saberse solas, así quema el sol en pocos instantes.
Como si nunca hubiera habido cielo gris. Despiertan algunas aves y cantan; pero
también despierta la gente de su letargo y enchufa las radios, enchufa los
equipos de sonido…. Y chau silencio.
Salgo
a caminar. A dar una vuelta. No tengo ganas de cocinar. Es cerca del medio día
pero nadie parece darse cuenta. Todos retoman sus trabajos. Martillea el
herrero sus varillas, atornilla el mecánico las tuercas y la almacenera atiende
a los chicos que sobre la hora van a comprar una porción de carne, tres huevos,
dos tomates y un cuarto de galletas.
Sigo
caminando, tomo la siguiente cuadra. La lluvia aquí se volvió torrente,
llevando consigo todo lo que encontró en su camino. Limpias están las calles de
San Juan; las calles. La basura estará atascada en algún alcantarillado,
transformando el entorno en una laguna. Allí donde ese torrente de agua sucia
tuvo que desviar un montículo de escombros, la veo. Es una tuerca. Una tuerca
vieja, herrumbrada. Pero se quedo encima; se negó al torrente que la iba
empujando hacia el basural, hacia el final de la nada. Es una tuerca hermosa.
Lleva incrustada en su centro redondo un canto rodado blanco. La incrustó la
fuerza del agua; esa fuerza constante que pule, arrastra, empuja y con la arena
lija. Pulida está la superficie del canto rodado que en su último instante de
humedad, resplandece como una perla preciosa.
Me agacho y la levanto. Levanto esa tuerca y
la observo de cerca. Parece una joya. Una joya rara, única. La meto en el
bolsillo de mi pantalón Pampero. La llevaré a casa, y conmigo la guardare…….
Janina Bradler