Alegoría al Bicentenario

Alegoría al Bicentenario
Alegoria al Bicentenario: Grito de la libertad
"De medico y loco, todos tenemos un poco" Tal vez, de artista también. Al menos hoy en día, cuando es tan fácil acceder a cursos, materiales, etc. Y la verdad, dando una vueltita por las paginas de nuestros diarios, encontramos siempre alguna propuesta para visitar galerías, exposiciones individuales, colectivas, y nombres nuevos que surgen. Algunos quedan, otros desaparecen. Hace casi 20 años que me dedico a la pintura al oleo. Participe de algunas exposiciones, hice una individual, hace dos años, y bueno, ahora me decidí a entrar a ese mundo fascinante de los "bloggers". Mis motivos favoritos son los caballos y los paisajes, tanto del Paraguay, como también de otros lugares. De a poquito compartiré con ustedes mis obras. Siempre trato de que mis cuadros cuenten alguna historia, o sea, que no sean meramente decorativos.Quiero darle al espectador la posibilidad de adentrarse en un paisaje, sentir el sol caliente nuestro que se refleja en caminos arenosos,la sombra refrescante que brinda un viejo árbol al costado de un sendero en un campo abierto. Así que, : BIENVENIDOS A MI MUNDO

viernes, 27 de diciembre de 2013

Caapucú

Caapucú
Contemplaciones primeras

            Campos abiertos, no tan abiertos. Dando un giro de 360 grados, hay cordilleras boscosas que sobraron de algún cataclismo de hace millones de años. Entre escasos 50 cm de tierra, los arboles hacen malabarismos con sus raíces, aferrándose a la mas ínfima grieta, elevando sus ramas torcidas por el eterno viento del norte. En ellas habitan los cuervos, las garzas y las cigüeñas y muchas otras aves acuíferas que visitan los esteros en los meses primaverales cuando parvas lluvias transforman el polvo en señeros lodazales. Cuando cesan los aguaceros, ellos se van y quedan los cuervos, eternos vigilantes de los animales moribundos o indefensas reses recién nacidas con sus debilitadas madres; siempre están al acecho, feos como la muerte que a picotazo limpio reparten.
            Al atardecer cuando ya el sol desaparece detrás de la arboleda lejana, teñida de añil pastel, el pastizal del campo toma un color ocre-dorado. Las palmeras mecen sus largas hojas en el viento con destellos plateados y los caminos arenosos, blancos, rosados, polvorientos, se pierden en la bruma vespertina. Es una paleta de colores que sacia al alma anhelante de belleza después de una jornada laboriosa cuando el sol cenital chamusca a la gente, a los animales y a las plantas. Bienvenida es entonces la brisa que abanica las gramillas y refresca las sienes del peón que con la última luz del día vuelve, a lomo de su caballo y en compañía de su perro, desde campo adentro.
            Desde el punto de vista geológico, esa región puede que sea de suma importancia, despertando curiosidades, dando lugar a conjeturas marcianas, a debates precámbricos, paleozoicos, mesozoicos y cuanto más haya descubierto y nombrado la ciencia. Pero simplificando todo se puede decir cifrada- y lacónicamente: aquí abundan las piedras y falta el agua. Así de simple. Ah, pero hay quien dice que dicen que agua no falta; dicen que miento. Y hasta quiero creerlo. Al costado del camino, un terraplén que cruza el estero, canales recogen el agua que filtra incesantemente desde las profundidades. Toneladas de piedras ya se trago el estero. Basta que un vehículo pesado se detenga y ya se forman los pozos por donde brota y burbujea el lodo negro, brillante y voraz. Se traga la tierra seca, se traga las piedras y se tragaría a todo lo que se quede el tiempo suficiente para poder devorarlo.
            ¿Agua? Ah. Sí, hay agua. Me olvide.
 Hay agua de estero que se reduce a un limo de olor repugnante en época de sequía. Hay agua con sabor a mar; encerrado hace miles de años entre capas precámbricas. Agua amarga y salada. Hay agua cristalina que emana en caudales retrecheros de algún pozo artesiano de cientos de metros, con sabor a hierro, saborizada con azufre como si brotara directamente del Hades de la antigua Grecia. Y el ser humano se agacha, ahueca las manos para recibir en ellas aquel preciado licor que da vida y Mephisto trisca los brazos con su risa diabólica ahuyentando con un zangoloteo del rabo a la nubecilla tímida que intentó redimir con su tenue llovizna la desilusión humana.
 Desde las profundidades  del tajamar, cubierto de camalotes, emerge la cabeza de un yacaré, declarando suyo el agua que celosamente habita con su prole.
Hay agua, pero agua, agua no hay.
            A la madrugada, antes que el viento se levanta, resuenan los coros de los Carayás desde los montecillos. Los machos de las distintas hordas que habitan las isletas, compiten por la merced de las hembras y por su propia valía. Ante sus voces que crecen y amainan en un ritmo parejo, empalidecen los mejores tenores del mundo. Dicen que, cuando cantan los monos se avecina un temporal. Pero creo que no lo saben los monos, y tampoco lo sabe el temporal.
            Cuando despierta el viento, se callan los monos. Entre las ráfagas que despeinan las gramillas van como perdidos los mugidos de las vacas y el balido de la majada. Ellos sí desentonan. Algunas desafinan  como una soprano anciana que trata de reavivar sus días de gloria en algún palco que ya no existe.
            Los perros, la cola en alto, trotan expectantes detrás de los vaqueros. En el campo abierto encontrarán perdices, gallinetas y roedores. El día promete. El viento trae fragancias lejanas. Cosquillea en las narices. Estornudan los caballos, estornudan los perros. Puede que uno de ellos al atardecer no vuelva. Puede que haya sido víctima de una yarará. Puede ser cualquiera de ellos; uno de los canes, un peón o un caballo. La Parca, con sus manos escuálidas, echa la suerte todos los días en esos lugares recónditos. Pero la Parca pierde, en la mayoría de los casos.

Janina Bradler