Alegoría al Bicentenario

Alegoría al Bicentenario
Alegoria al Bicentenario: Grito de la libertad
"De medico y loco, todos tenemos un poco" Tal vez, de artista también. Al menos hoy en día, cuando es tan fácil acceder a cursos, materiales, etc. Y la verdad, dando una vueltita por las paginas de nuestros diarios, encontramos siempre alguna propuesta para visitar galerías, exposiciones individuales, colectivas, y nombres nuevos que surgen. Algunos quedan, otros desaparecen. Hace casi 20 años que me dedico a la pintura al oleo. Participe de algunas exposiciones, hice una individual, hace dos años, y bueno, ahora me decidí a entrar a ese mundo fascinante de los "bloggers". Mis motivos favoritos son los caballos y los paisajes, tanto del Paraguay, como también de otros lugares. De a poquito compartiré con ustedes mis obras. Siempre trato de que mis cuadros cuenten alguna historia, o sea, que no sean meramente decorativos.Quiero darle al espectador la posibilidad de adentrarse en un paisaje, sentir el sol caliente nuestro que se refleja en caminos arenosos,la sombra refrescante que brinda un viejo árbol al costado de un sendero en un campo abierto. Así que, : BIENVENIDOS A MI MUNDO

miércoles, 3 de julio de 2013

El rosario de marfil




            Con el tercer canto del gallo, Martín Orue se levanto. Hoy seria su gran día. Hoy iría a la ciudad por primera vez. No era una ciudad cualquiera, no. Era una ciudad fronteriza, una ciudad convergente de tres fronteras. Comercial, bulliciosa y aventurada. Martín Orue estaba lleno de expectativas. El hecho de que le llevaría casi un día entero en llegar a su destino, tomando tres colectivos diferentes, aumentaba aun más sus esperanzas. ¿Quien sabe, si allí, durante el viaje no encontraría a personas interesantes? ¿Quizás un compañero con las mismas ambiciones, o tal vez una mujer interesante? “Cuídate de las mujeres de la ciudad,” le había dicho su madre, la vieja Apolonia, viuda de Orue. “Las mujeres allí son diferentes, no son buenas.” “Y vuelve para la semana santa”, agrego luego.
Martín se reía bajito al recordar las palabras y las preocupaciones de la madre. Mientras sacaba agua del pozo para lavarse la cara, parecía escuchar su voz,  aquella voz algo quejumbrosa que daba las indicaciones de buenos modales a su hijo menor, antes de que este se aventurara a salir de la casa, del pueblo, donde toda su familia vivía por generaciones.
            Martín era el último de los hijos de los Orue. Los siete hermanos; tres mujeres y cuatro varones, se habían casado, ya tenían familia. El del medio, José, era el eterno quebranto de la madre. Y las pocas veces que había tenido un trabajo decente para mantener su mujer y los tres hijos, fue una lechada de cal para su oficio predilecto: el abigeato. Todos los estancieros en la redonda ya habían sido sus victimas, pero José “trabajaba” con astucia; siempre regalaba carne a los mas pobres de la villa, al comisario, al jefe de la Seccional en el pueblo y hasta a veces, un buen trozo para asado le llegaba a Don Colman, el acopiador  y dueño del almacén mas grande. De esa manera, José conseguía coartadas y la vista gorda de la policía y, para el pesar de la viuda Orue, Martín admiraba las hazañas del hermano y sus artimañas. Tal vez por eso, ella no objeto en contra del viaje de Martín a la ciudad, apoyándolo hasta con bastante dinero que José, benevolentemente le solía regalar; dinero que ella jamás uso, porque decía que era sucio. Lo único que ella si usaba siempre, también un regalo de José, era un rosario de marfil. Ese rosario José le compro en Buenos Aires, la única vez que trabajo fuera del país, de forma legal y decente.
            Cuando Martín llego a la ciudad fronteriza, se quedo maravillado con el espectáculo que a diario esta ciudad despliega con su transito alocado, los innumerables mesiteros que ofrecen sus mercaderías, el incesante ir y venir de turistas y compradores extranjeros. Nada tenia de parecido esto con la placidez aburrida de su pueblo; aquí, en esta ciudad, reinaba la omnipotente deidad del dinero, la codicia y la ambición. Aquí el encontraría con toda seguridad un trabajo del cual su madre podía estar orgullosa y con el dinero que el ganaría, bien podría competir por fin con José, su hermano, que siempre dejaba entrever que el era el único que le obsequiaba regalos costosos a la madre, las hermanas y hermanos. Generalmente eran cosas innecesarias y en vez de instalarle a la mama un sistema de agua corriente para facilitarle la vida, le llevaba perfumes y santos. También le regalo una cocina a gas, pero nunca le volvió a llenar la garrafa, y cuando el gas termino, la cocina fue a parar debajo del alero de paja y en su horno anidaban las gallinas. Todo eso recordaba Martín mientras observaba atónito las transitadas calles.
 Los bocinazos y el ruido de los motores le mareaban, pero estaba feliz. Pronto entablo una conversación con un hombre que le pareció confiable. Un cambista que durante algunos minutos venia observando al muchacho, barajando rápidamente sus posibilidades de ganarse un extra con ese joven. Con avidez se percato de que era carne nueva, nunca lo había visto por allí y toda la expresión del muchacho delataba su naturaleza de novato. Con una sonrisa jovial le estrecho la mano, le dio unas palmadas de camarada en el hombro y a pocos minutos a Martín le pareció conocerlo desde siempre. El cambista le ofreció mostrarle un departamento en uno de los barrios mas alejados del centro y Martín acepto. Acepto el precio de alquiler del apartamento, las cervecitas frías que le ofreció el cambista y finalmente se hizo socio de el, entregándole el resto del dinero que tenia. El cambista lo esperaría al día siguiente en el lugar donde horas antes se habían conocido y Martín ya podía sentir entre los dedos los billetes que se deslizaban, sentía el olor del dinero y entre los velos de cerveza que le iban nublando la vista, antes de caer en profundo sueño, vio la cara feliz de su madre y escucho las voces de los hermanos que le felicitaban por sus logros.
Martín jamás volvió a encontrar al cambista. Ni sabia el nombre y a los otros cambistas de la zona, su búsqueda desesperada les resulto graciosa. Entre risas y burlas Martín deambulaba entre ellos, hasta que uno le dijo que deje de fastidiar y que se busque un trabajo. ¡Un trabajo! ¡Claro que si! Si para eso el había venido. La palabra trabajo despertó en el nuevas esperanzas y empezó con la batida. Ya bien avanzado el día y con el estomago retorcido del hambre, Martín se desplomo sobre un banco de hormigón. Había golpeado muchas puertas, hablo con tanta gente, vio tantas cosas, tanta gente trabajando, descargando, cargando cajas con electrónicos que el nunca había visto antes, pero trabajo, trabajo no consiguió. En su cabeza giraba un remolino de pensamientos de culpa, de miedo y de frustración. Un chipero que pasaba con su canasta casi vacía, debió haber visto la desesperación en la mirada del joven y le regalo un chipa. Martín murmuro un “muchas gracias” y con el primer mordisco que trago, trago también la amarga experiencia de ser objetivo de caridad de otra persona.
Al atardecer volvió al departamento. Cabizbajo y desecho, sin trabajo y con hambre, se acerco a la puerta, buscando en sus bolsillos la llave cuando de pronto una voz chillona le arranco de su enajenación. Frente a el, una mujer gorda y vestida de rojo, las manos apalancadas en la cintura, lo miraba de arriba para abajo, haciendo una mueca despreciativa.
“Así que vos sos el nuevo inquilino”, dijo finalmente y luego le estrecho la mano abierta y con tono de comandante de cuartel ordeno:
“Dame la llave”. Martín deposito con dedos temblorosos la llave en aquella mano reclamante y luego retrocedió unos pasos. Esa mujer lo asustaba. La de rojo se volvió para abrir la puerta y antes de que Martín pudo preguntarse a si mismo que era lo que ella pretendía, volvió a escuchar la vos comandona:
“Apúrate y saca tus cosas, ese apartamento ahora es mío” y con un gesto imperioso invito a Martín a acatar la orden. La protesta de este se le murió en los labios ante tanta autoridad y asustado como un conejo cazado por un perro, entro y junto sus maletas, saliendo a las corridas. La risa  fragorosa de aquella mujer siguió en sus oídos por varias cuadras, hasta que finalmente llego al mismo banco de hormigón donde ya había estado al medio día. Pero ahora ya casi nadie estaba en la redonda. Los mesiteros desaparecieron como por arte de magia. Montones de basura y de cajas vacías de cartón  o isopor colmaban las veredas y algunos perros hambrientos, igual que el, husmeaban entre los desperdicios que a lo largo del día tiro la gente. Ni remotamente este panorama recordaba al de la tarde anterior, cuando Martín piso por primera vez el pavimento de aquellas calles y veredas. Y ni remotamente el ánimo de Martín era el mismo como el del día anterior. Resignado, usando su maleta como almohada, Martín se acostó en el banco duro y frío. Un perro se le acerco, olfateándole la mano que aun tenía aroma de chipa y con un suspiro hondo Martín le dio una palmada en la cabeza;
“Quizás mañana, vos y yo, tengamos mas suerte”, dijo en voz baja y luego cruzo los brazos por debajo de la cabeza y encandilado por las luces de neon de los grandes paneles de propaganda y de la luz de los faroles, cerro los ojos cansados y afiebrados. –O tal vez mañana vuelvo a casa- pensó, antes de caer en un sueño inquieto y azorado.

Varias semanas pasaron y Martín encontró changas aquí, changas allí y de cuando en cuando un compañero de trabajo lo invitaba a pasar la noche en su casa y así podía dormir, si bien no en una cama, pero por lo menos en un colchón tirado al piso. Otras veces una mujer vestida de rojo compartía un colchón con el, pero luego desaparecía y después venia otra. Y si nadie le ofrecía lugar para dormir, pasaba las noches en su banco de siempre, acompañado por los perros que ahora que Martín tenía un poquito de dinero, siempre recibían de sus manos algún resto de comida. Al anochecer ya lo esperaban y lo saludaban alegres, luego se echaban al suelo alrededor del banco, como velando el sueño de su amo, callejero como ellos.
 Las cosas cambiaron cuando Martín conoció a un muchacho que en horas de la noche descargaba contenedores. Se hicieron amigos, y  al poco tiempo Martín también descargaba camiones y contenedores en el centro de la ciudad cuando ya todos los negocios estaban cerrados y las calles estaban vacías. Muy pronto Martín aprendió y como los otros, reservaba clandestinamente una que otra mercadería para venderla al día siguiente en las calles, a un precio bastante inferior al de los negocios. Recibía su salario regularmente, compro ropas, un celular y en cuanto pudo, cambio su banco de hormigón por un apartamento bonito en los suburbios de la ciudad.
 De su gente el no sabia nada. Si bien sabia que José tenia un teléfono celular, el desconocía el numero o no lo recordaba. Así que se quedo con las ganas de querer saber algo de su familia, o tal vez ni quiso saber. Junto algún dinero y cuando se aproximo la semana santa, decidió ir a visitar a su madre. Aquel Martín, que meses atrás llego a la ciudad con cara de novato, embelesado por el  bullicio y el neon, desapareció entre las garras de un despiadado destino. Pero como el ave fénix, que renace de las cenizas, también Martín renació. Se hizo fuerte, habilidoso y actuaba con astucia. La venta de las cosas robadas le dejaba un buen saldo todos los días. Y mujeres gordas, vestidas de rojo, nunca más lo intimidaron. A veces recordaba los consejos de la vieja Apolonia y un ribete de remordimiento se quería apoderar de el. Pero Martín no  permitió que esas sensaciones se prolongaran y poco a poco iban cesando, desapareciendo por completo y también desapareció su benevolencia que solía tener con los perros y que durante algunos días le seguían esperando al atardecer, al lado del banco de hormigón.
Martín experimentaba orgullo cuando recorría con la vista las cajas apiladas con electrónicos que guardaba en su habitación. También había perfumes, prendas de vestir y calzados. De entre estas últimas cosas eligió algo para la madre, las hermanas y en especial para José y emprendió el viaje de regreso a su pueblo. Cerró muy bien la puerta, con candado adicional y todo, no sin antes esconder las cajas debajo de la cama y debajo de la mesa que estaba cubierta con un gran mantel floreado.
Era Jueves Santo cuando llego al pueblo. Al bajarse del colectivo, se topo con una fila interminable de gente que le seguía caminando a un féretro negro, adornado con rosas y orquídeas blancas de seda, igual a las flores que el a veces descargo de los camiones en medio de la noche.  Entre las personas el llego a reconocer a algunas y quiso saludar, pero los ojos llorosos con sus miradas de reproche silenciaron su boca. Intrigado le pregunto a un chico que vendía golosinas en la parada del micro.
“Murió la vieja Apolonia de la Villa”, contesto el muchachito, limpiándose los mocos con el dorso de la mano porque estaba tremendamente resfriado. “La viejita murió ayer, después de ver las noticias en la tele de su hijo José. No se bien lo que paso, pero dicen que ella reconoció a otro hijo suyo que vivía en la frontera y ahora lo busca la policía porque dicen que robo muchas cosas.” El chico quería seguir contando, orgulloso de poder informarle al extraño, pero ya Martín no lo escuchaba. Agarrando un atajo que conocía desde niño, cruzo casi corriendo el campo y llego exhausto a la casita donde el y la madre vivieron los últimos años. En el umbral de la puerta lo esperaban los hombres uniformados y los paquetes que Martín llevaba en las manos se cayeron al suelo. La vista se le nublo de lágrimas y cayo sobre rodillas. Allí, en el suelo, medio cubierto de polvo y arena, estaba tirado el rosario de su madre, el rosario de marfil y el lo agarro con las dos manos, como queriendo encontrar en esa reliquia amparo y consuelo. Cuando le esposaron los policías, de sus dedos entrelazados colgaba el crucifijo y el metal frío rozo sus dedos.
La ciudad amaneció con el bullicio de siempre. Una fina llovizna caía en blancos velos y difusamente se veían las siluetas de los edificios en la pálida luz de la madrugada. Martín se despertó lentamente; todo el cuerpo le dolía de frío y humedad. Uno de los perros dormía acurrucado a su lado, encima del banco de hormigón y la hebilla de su viejo collar le raspaba la muñeca.


Janina Bradler